viernes, 29 de octubre de 2010

Vítrea


Su pelo tenía un aroma que sintetizaba la vainilla y las flores del campo más frescas. Su piel absorbía golosa cada rayo de sol para fijar las sombras más variopintas en el firmamento del suroeste. Al caminar tenía la habilidad de concentrar toda su energía en cada paso para que las huellas fuesen fruto de una simbiosis perfecta entre elegancia e inseguridad a partes iguales. Bajaba los la mirada cuando otros ojos buscaban curiosos los suyos para hacerle sentir. Simplemente sentir. Y sentía. Claro que sentía. Otra cosa es que guardase cada gesto dentro de un crisol de indiferencia y apatía.
Se dejaba acariciar de cuando en cuando sin apartar la mirada del reloj. Bajaba la guardia lo suficiente para no dejarse caer. Luego por las noches, a la luz de las estrellas, fraguaba mil y una historias de amor de las cuales ella era la protagonista. Ya por la mañana su vida se convertía nuevamente en un campo de batalla constante entre ella y ella misma. Nunca nadie llegó a conocerla realmente. Nunca nadie le enseñó a dibujar rombos sobre el agua con las manos entrelazadas. Sobrevivió por años sin que los labios más dulces soltasen al lado de su oído cientos de mariposas de colores. Con el tiempo se convirtió en una rosa de cristal que se iba mustiando poquito a poco bajo el sol más brillante, bajo el cielo más azul. Simplemente intocable…

lunes, 4 de octubre de 2010

Quien a hierro mata...

Lo reconoció al instante. Fue como esos momentos que tienes la certeza de haber vivido antes y te hacen sangrar las encías. En seguida supo que no venía en son de paz por la furia incontrolada que escupían sus ojos. "No era el odio de siempre", se dijo a sí misma. Esta vez había algo en su mirada que le turbaba la mente y le removía las tripas: determinación de terminar lo que un día, ya muy lejano, decidió comenzar. El estómago de ella tomó la forma de una pera de San Juan. Cada paso de él recorría con saña cada milésima de segundo y la aproximaba más a la incertidumbre de un final que algún escritor ebrio estaba a punto de vomitar en alguna parte. Supo entonces que uno de los dos no saldría con vida de aquella cita fortuita. Tomó con ambas manos la sartén repleta de aceite hirviendo en la que había dorado las patatas y dibujó en el aire la silueta más perfecta con el color de la miel recién extraída de los panales del Norte. Un solo impulso bastó para que él soltase el abrecartas y comenzase a retorcerse sobre las baldosas cuarteadas de los incontables golpes sobre la mesa. Ella hizo como si hubiese decidido cambiar de plato. Quien a hierro mata…