domingo, 17 de febrero de 2013

París en fase REM



No fue mucho tiempo, apenas unos minutos de semiinconsciencia. ¿El lugar? París. Si, si, París.

La ciudad de la luz y del amor y, casi con total seguridad, la última ciudad que yo hubiese escogido para un paseo a media tarde. Pero ahí estábamos los dos sin saber por qué, caminando el uno junto al otro sendero arriba jugando a hacer equilibrios sobre un grueso muro de piedra cubierto de musgo. Se había empeñado en mostrarme el mundo. La torre Eiffel, más pequeña que nunca en aquel atardecer,  pasó a ser una madeja de hierro deforme plagada de puntos de luz y bombillas fundidas. Instintivamente busqué su mano, cerré los ojos y pensé en el apocalipsis. El ambiente, sin embargo no olía demasiado a catástrofe. Podía inferirse la torre y su vieja forma a partir de aquella especie de cuadrícula fantasma en la que no crecía la hierba y, en un abrir y cerrar de ojos, aquel  ovillo metálico tomó la forma de un viejo barco de guerra y fue el caballo de Troya. No había Campos Elíseos ni monumento alguno al Triunfo o la Concordia. Mi París era diferente al que todos guardan en su memoria fotográfica y sensorial. Diferente también al suyo, al de él, que venía también de una urbe y en verano chapoteaba en el asfalto.

Cuando llegamos a la zona más alta del monte la torre volvía a erguirse imponente y llena de luz a nuestras espaldas haciendo que parpadease la noche. Orgullosa e impecable, su figura resaltaba todavía más en aquel entorno de foresta y mar en calma.  Permanecimos largo rato sin hablar contemplando cómo la marea deformaba a su antojo el reflejo de la luna sobre las ondas. Ya no estábamos en París y el monumento férreo se había convertido en una torre de alta tensión elegante y coqueta. No tardé en reconocer un lugar que, hasta entonces, había permanecido arrinconado en el cajón de mi infancia con miles de recortes y hojas sueltas. Una playa, un puente y un pedazo de tierra que, como un cuerpo desnudo, se adentra con sigilo en el agua por la noche para no despertar a las almas que descansan tras la muerte en la pequeña isla.  Allí seguían las mismas rocas y los mismos árboles a los que me encaramaba para saludar a los aviones. Los acompañaban ahora miles de pequeños faroles plateados anclados al cielo. Y caí. Recordé que, siendo niña, subía hasta allí cuando hacía frío para que me purgase el aire del mar. Suerte que siempre están pendientes el subconsciente y los sueños de recordar y enlazar pasado y presente…y futuro.

Me había olvidado de que también en el fin del mundo, cuando se hace de noche, alguien se preocupa de encender todas las luces. 

viernes, 1 de febrero de 2013

Lucha de gigantes


…y en el fondo aprendes a quererla, al menos un poquito más. A la gente, quiero decir. Y es que, a pesar de que hay ocasiones, las más seguramente, en las que te entran ganas de irrumpir por doquier a mamporrazo limpio para borrar ciertas caras de la faz de la tierra y dedicar el resto de tu vida a la orfebrería dental, hay momentos del tú a tú en los que un gesto involuntario o una simple mirada al azar puede convertirse en el arma más destructiva y mortífera  sobre la faz tierra. Lástima que nadie se dedique a lanzar este tipo de armamento desde los aviones, seguramente nos iría mejor en muchos aspectos.

La cosa está cruda. Hemos llegado a un terreno demasiado árido y todo cuanto se dice o escribe de un tiempo a esta parte es como predicar el desierto. Nada enraíza. Tampoco nada resulta increíble para nadie porque, simple y llanamente, ya no nos espantamos con nada. Las líneas de demarcación entre ficción y no ficción desaparecen con la goma de las corrupciones, los suicidios y la injusticia social.  Cada historia que nos cuentan o se destapa, ya no nos mueve el pellejo,  al menos ya no tanto como antes. Y no porque nos importe menos, ojo, sino porque es siempre más de lo mismo y al final el que no se ha acorazado,  ha encallecido el corazón para asumir más fácilmente que “es lo que hay” y poder  sobrellevar las penurias como buenamente se le permite sobrellevarlas.
Pero cuando ya te has rendido un poco al ver que los que viven en el piso de arriba se ríen viendo cómo rebuscas en la basura por el puro placer y gozo de llevarte algo a la boca, al menos,  un par de veces al día, aterriza un matrimonio de ancianos con sus caras arrugadas y entrañables y te enseñan que lo que ellos creían que iba a ser la vida, en realidad ya no lo es ni lo será nunca. Que son ellos los que siguen tirando p’alante en un mundo que, en ocasiones, les viene ya demasiado grande si nos ponemos a pensar que antes, a su edad, el siguiente paso era jubilarse para poner las piernas en alto y recoger los frutos de muchos años de trabajo y sacrificio.


-          Señorita, por favor, ¿podría usted decirme dónde puedo encontrar los servicios? Es que llevamos un rato ya dando vueltas y en este sitio tan enorme tendría que haber  unos cuantos…”

 Y, en efecto, había unos cuantos, pero no me iba a poner a enumerárselos todos para que no cometiesen el mismo error a próxima vez. Ante personas de ese bagaje soy de las que prefiere callar, guardar respeto y un tributo sutil. Así que me limité a señalarles los toilettes más cercanos. En cosa de diez minutos y, aprovechando esa especie de  hilillo de confianza que tejen entre unos y otros las urgencias fisiológicas por el hecho de ser comunes e inevitables,  volvió la mujer sobre sus pasos con un nuevo dilema: le había resultado imposible encontrar unos pantalones adecuados para su marido, (porque “adecuados”, a día de hoy, contempla más matices que antes) el caballero calvo, menudo, enjuto y pálido que caminaba a su lado sin decir palabra mirando a todas partes  con los ojos abiertos como platos y una operación reciente de oído según pude saber después. Finalmente, los tres llegamos a la conclusión clara e irrebatible de que las tiendas que no eran para jóvenes,  les eran económicamente inaccesibles o no tenían el tipo de prendas que ellos buscaban, así que optamos por dejar el tema en el aire a la espera del mercadillo de los martes. 

Sin embargo, había un tercer dilema que ellos habían ido relegando por pudor y por vergüenza y  fue el que hizo que moralmente me viniese abajo: aquel matrimonio de edad avanzada tenía también una nieta, al menos una oficial para mí, y aquella nieta, que cursaba quinto de primaria con unos cuantos nietos más de matrimonios como el que yo tenía enfrente, era, además de nieta, hija de otro matrimonio parado y sin hogar desde hacía más de cuatro meses. Pues bien,  aquella niña les había dado a escondidas a sus abuelos, con los que ahora convivía,  el título de un libro de lectura que le habían solicitado en el colegio al inicio del curso. Esta vez fue él, el caballero de la operación de oído, el que se guardó la vergüenza y los pudores en el bolsillo para sacar del otro la cartera donde guardaba, bien doblado, el papel azul con el título del texto que la pequeña le había dado a hurtadillas.
            
-          No sé si nos puede usted ayudar también con esto pero,  ¿sabe dónde puedo comprar este libro? – preguntó el hombre a la vez que me mostraba la nota azul-. Es que mi nieta ya me ha venido llorando pidiendo que por favor se lo compre y, señorita,  mi hija no me había comentado nada, ¿sabe? Yo tampoco sabía que a la niña la estaban regañando por no llevarlo. Parece que tendría que haberlo comprado en octubre y ahora es la única que no lo tiene pero, como usted comprenderá, no tenía mi hija la cabeza en el libro …”

Y a lo mejor su hija no recordaba el nombre como tampoco yo soy capaz de recordarlo ahora. Todavía en su presencia desempolvé un refrán de mi tierra: “agora de vello, gaiteiro” (ahora de viejo, gaitero),  tan chusco en otras circunstancias si se adorna con cierta retranca, y no pude evitar sentir verdadera admiración por la vehemencia de aquel hombre y de aquella mujer que empezaban a resignarse a vivir una realidad invertida. De  aquella pareja que luego fue un matrimonio de tantos y más tarde el papá y la mamá de una hija. Por aquellos suegros de un yerno y abuelos de una nieta que ahora, como niña que era, lloraba por un libro que le hacía falta y no podía tener porque sus padres carecían de lo que a otros,  por la simple razón de SÍ creerse con el derecho de vivir por encima de sus posibilidades,  les sale por las orejas. Tengo que reconocer que me sentí demasiado pequeña, más, incluso, de lo que ya soy. Hay corazones demasiado grandes.

“No queremos ni pensar qué será de ellos si faltamos y esto no mejora”

“No vale la pena pensarlo”, les dije, “esto tiene que ir a mejor, ya verán”. Sólo espero no haberles mentido o, al menos, no demasiado.

Mientras los veía alejarse me vino a la cabeza  la voz de aquel Antonio Vega doblegado e íntimo,  “me da miedo la enormidad donde nadie oye mi voz”. También la frase de Manuel Rivas en boca del Doctor Da Barca en “El lápiz del carpintero”: “se le ha caído el corazón al suelo, colega”. Últimamente los corazones han empezado a bajar hasta las alcantarillas, me temo. Pero no se puede caer un corazón que nunca ha estado encima de ninguna parte, igual que no se puede matar lo que nunca ha estado vivo  o perder lo que nunca ha sido de uno. Lo que sigue, ya en boca del personaje de Gengis Khan es, para mí, una de las mejores escenas de la película homónima:

“Si señor. Con tres cojones”.  A sus pies abuelos.