sábado, 24 de noviembre de 2012

Muñoz Molina, Madrid...y yo


“Unos días antes de cumplir 18 años se me hizo realidad por fin el sueño de llegar a Madrid para estudiar Periodismo y convertirme en autor de obras de teatro de agitación política. El sueño no duró casi nada. Madrid era una ciudad demasiado grande y demasiado hostil para mi apocamiento pueblerino, la grandiosamente bautizada como Facultad de Ciencias de la Información resultó un fraude, mi beca apenas daba para comer…”

Y al leerlo, salvando y respetando enormemente las distancias, no pude evitar sentirme identificada.

Lo cuenta Muñoz Molina y lo hace con más altura, por ser él, y con más gravedad y razón. Un joven soldado rememorando una vieja batalla. A muchos les parecerá que estamos ante parte de la biografía del primer hombre que fija su residencia habitual en el Polo Sur y no lleva nada bien el frío. “Hombre, pero es que estamos hablando del Polo Sur, ¿eh?” A muchos otros les parecerá que estamos ante el relato de cualquier estudiante  que llega a la capital para marcar el inicio de su andadura y quedar irremediablemente impactado con la Gran Vía primero y defraudado por el reloj de la Puerta del Sol después. La única diferencia evidente y  manifiesta entre ese pasado de él y este presente nuestro radica en el régimen/ sistema político que los aplastaba entonces y el que nos constriñe hoy. Si se me permite una leve alteración del refranero popular, nos han cambiado al perro y han parcheado collar.
Cuando yo hablo así de Madrid, me miran raro.  Hablamos de tiempos distintos, claro está, pero no deja de ser menos cierto que Madrid sigue siendo grande, sigue siendo un pelín hostil y La Mole no ha dejado nunca de hacer honor a su condición de fraude. Que las becas, por mucho que digan, siguen sin dar para comer, y que la agitación política de hoy levanta la tapa de las cloacas igual o incluso más que antes. Por lo visto, no es que hayan cambiado muchos las cosas, simplemente, han mudado de piel y de color.

Recojo eso de “hostil” y que nadie me malinterprete. Aclimatarse a Madrid, para los que no hemos nacido en esta gran ciudad no es nada fácil aunque a veces así lo parezca. Requiere una renuncia clara a esa ya mencionada esencia de apocados pueblerinos que llevamos pegada al culo como el PH, el RH o la flora intestinal. Pensad que en casa podemos llamar a nuestros hermanos a gritos desde la calle sin despeinarnos. Aquí alteramos el orden público y, de paso, avergonzamos al vecindario.  Para mí, por lo menos, esa fue la primera“traición” y no puedo dejar de sentirme infiel cuando, después de varios meses, vuelvo a ver de nuevo el mar. “Que no, que no me he ido, al menos no del todo”, - le susurro. Mucha gracia no le hace, me temo y, en un gesto de lo más sardónico, se limita a vomitarme batuburrillos de espuma sucia y algas viejas. Está dolido, lo sé, pero sé también que al mismo tiempo me sigue esperando, que se muere por abrazarme y mecerme para que sienta de nuevo lo que es dormir a pierna suelta. Sabe de sobra la falta que me hace.

Porque Madrid acoge, pero también desnuda y nos deja indefensos. Porque la ciudad es demasiado fría e imponente a veces. Muchas veces. Más aún cuando, como pensó en su día Muñoz Molina, el sueño termina por durar casi nada. Él, sin embargo, tuvo disculpa pues aún no había cumplido los dieciocho. A mí no me quedó más remedio que apechugar con mi elección y mi ejercicio legítimo de derecho al voto. Dieciocho años y un mes. Ahora te jodes y aguantas.

¿Que por qué entonces continúo aquí? Pues porque ya se ha convertido en algo personal. Un mano a mano entre yo y yo misma y porque Madrid, aunque a veces no pueda verlo, también me ha hecho conocer y sentir cosas maravillosas. Ahora la supervivencia la sobrellevo a base de trucos. Cuando la nostalgia me vence y le permito al desaliento una nueva victoria,  me dejo llevar por una única canción, ese Me cuesta tanto olvidarte del musical de Nacho Cano que dejo sonar hasta el final, sobre todo y más que nada eso: hasta el final. La letra es lo de menos. Cuando la canción termina el resultado es siempre el mismo: algo dentro ha vuelto a su sitio. Será por esa gente que ya ha pasado a ser mi gente o un buen recuerdo de tantos que guardo. Será por un nuevo sueño o la esperanza de que Madrid tenga reservado para mí algo grande. No lo sé. Lo único que puedo afirmar es que, de pronto, me entristece sólo el hecho de pensar en abandonar. Ese final que nunca corto me devuelve siempre a una noche cualquiera en una perfecta Gran Vía iluminada y vacía pero ahora, eso sí, en presente y hacia adelante.

Siete años después.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Un poco más allá...


¿Inquietud?

No. Simplemente inercia.

Se sorbían cada vez que se cruzaban. Se bebían a morro y mancillaban sus nervios para disimular el olor. El miedo siempre apesta cuando yace en un lecho de piel y parsimonia.

Morían por verse de cerca cada noche entre plumas e hilillos de algodón y casi siempre acababan por sucumbir al aroma de los jazmines. En silencio componían melodías sublimes que luego se tarareaban el uno al otro con la complicidad y el calor del aliento que estalla justo al fondo de los oídos. Y aquellos escalofríos…

Así fueron pasando los cometas sin que nada cambiase hasta el despunte del día. Hasta luz. Porque por separado eran otra cosa.

Ella vivía en una estepa lastimosa sedienta de saliva y también de soledades. Sufría al descubrirse desnuda ante el espejo y su reflejo, asqueado, evitaba a toda costa contemplarla directamente.  El sol de la sabana, poco a poco, le había quemado los ojos y las pestañas. Él, sin saberlo, trashumaba cada noche entre rompientes y orillas para descubrir enamorado el baile de las olas en el cuerpo de su amada. Dejaba siempre sus zapatos negros en la ventana del mar para que los embalsamase la luna y los lustrase el alba.

Ignoraban que en sus bocas dormía ya la muerte química de un ocaso entre dos aguas. Sus voces resonaban en ecos diferentes que morían en un mismo punto de fuga difuminado por líneas de pus y diásporas. Reciprocidad subversiva. Ella descansaba desde siempre en la risa de él mientras éste languidecía a fuego lento en el llanto de una mujer que, de tarde en tarde, palidecía en la penumbra al tiempo que deshojaba atardeceres más allá de su catarsis.

 Lejos.

Donde nace y muere el desencanto.

 

Tal vez un poco más allá...