domingo, 30 de diciembre de 2012

Debajo de las piedras


Me conociste opaco e insulso. Diabético. Pueril. Lánguido de formas y desganado en materia de amores. Me descubriste oscuro, frío, rollizo por una mala alimentación de palabras y disertaciones.  Me escogiste así. Procuraste buscarme hosco para hacerme después cortés y amable. Superamos mil y un reproches y se me antojaron tus labios. Quise besarte.  Me enredé en tus pestañas y nos recitamos decenas de poemas y verdades a medias en una misma tarde.

Aunque parco en palabras me volví un derrochador de caricias y necedades. Me atrevo a decir incluso que llegué a ser simpático. En fechas señaladas también afable.

Risueño.

Dulce.

 Capaz.

 Suave.

Me volviste un  iluso, un soñador. Me convertiste nuevamente en niño. Me devolviste al mundo y a una vida de emociones y miradas largas. A una existencia de siluetas y yemas, de lenguas y cuellos tibios. Empecé a adorarte en secreto; entregado y romántico. Lívido. Conseguiste que  te hablase de amor aún sin saber. Me prometiste una estrella por día.  Me ofreciste el cielo y, queriendo siempre llegar la primera, cerraste las puertas detrás de ti para que nadie entrara.  Me dejaste sentado en el césped vomitando el mortero de nuestra historia y mordiendo la hierba mojada.

Me dio por toser evocando la forma de tu pecho. Malgasté ternura y dedos arrancando hiedras y enredaderas. Me perdí. Se me agotaron los besos. También las letras.

Rememoré tu forma de caminar sobre la nieve una y otra vez, siempre tan vítrea y luminosa toda tú. Te vi desnuda sobre el hielo y te inventé una onomástica. Y odié amarte. Tu cara y tu voz se fueron disipando en mi memoria  y me refugié en otras para poder olvidarte.  Ahora lo pienso y, tal vez, lo que buscaba era recordarte aún más. Volver a encontrarte. Así fue como te comencé a necesitar con la misma intensidad con la que tu recuerdo se alejaba rumbo a ese nuevo invierno de silencios y tierra. Más aún. Hacia ese nuevo  invierno debajo de las piedras.

Así, año tras año y hasta llegar el frío, otra vez opaco e insulso, te seguí queriendo                                                                                                                                   

                                                                                                                      a mi manera.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Querido enemigo


Lo conseguiste.

  Me he cruzado contigo. Ahora me veo en la obligación de buscarte allí donde antes me dabas igual para quitarte importancia y restarme motivos. Rápido. Corre.  Necesito una caja donde guardarte. Una parcela inerme. Una razón lógica para matarte o dejarte ir.
No. Lo mejor será enterrarte vivo.

Necesito  de ese algo que te haga nacer y también morir pasto de las mismísimas llamas del olvido. Porque me eres demasiado extraño y demasiado obvias son estas pupilas que se niegan a leer todo cuanto escribo. Me has robado el alma, la voluntad, la calma. Los latidos. Porque ahora sólo pido ser ese horizonte al que miras extasiado y ese sol magenta que despierta en tu mente equinoccios y solsticios.
El filo de tu boca. La comisura de tus sentidos.
Ahora, querido enemigo, sólo deseo ser esa noche entre mil sábanas, espalda contra torso, bajo un manto de caricias y delirios. Esa marea alta que ahoga la luna en tu pecho. Quiero ser tu musa.

Felicidades. Quiero ser tu gato de ojos amarillos.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Qué más quisiera

Qué más quisiera el viento que gritar de nuevo al sol:

                                      “¡Ya han regresado las rosas blancas a los campos!”.
                                                                                                       Qué más quisiera.

 Qué más quisiera yo, mi pequeña luciérnaga, mi tierno haz de luz,

que enjugar tus lágrimas y hacer con ellas mil colmenas

                                                                  de arena blanca y finas conchas color canela.

 Rodearte. Cubrirte de plumas. Sostenerte en el aire

como un globo que huye y vuelve. Impulsarte.
 
Regalarte mis alas  sin cadenas.

Qué más quisiera yo que pintar tus ojos tristes con mis besos

y  dejar mensajes de aliento en la humedad de los cristales
                                              todas y cada una de nuestras mañanas,
todos y cada uno de tus inviernos.
                        Qué más quisiera yo que dibujarte de nuevo la piel 

con aceite de almendras dulces,

 sin hendiduras ni silencios.

Y en voz baja llamarte por ese nombre sin memoria en el que nunca existimos,
donde nunca "tú y yo" existieron 

                                    en el que no tienen cabida ni mis cicatrices.

                                                                                    ni mis deseos.

Qué más quisiera.

domingo, 9 de diciembre de 2012

La muñeca esdrújula


“Cuando yo iba al colegio pasaba por una tienda donde había un maniquí de mujer que era completamente estático, completamente impasible y, sin embargo, se delataba porque sudaba por las axilas. Porque si algo tienen los maniquíes es esa impresión que dan de estar disimulando. Continuamente están haciendo como que no piensan; como que no ven; como que no oyen…”

Y yo que de niña pensaba que los cuentos estaban tejidos con hilos algodón dulce y fantasía…

Millás ha metido la mano en mi cabeza y ha tirado de un ovillo cualquiera. El primero que se le ha puesto a tiro.  Antes de salir de ella le ha dado al “play”  y Mi gata luna ha comenzado a sonar (a soñar he empezado yo). Recuerdo con claridad cómo me gustaba escucharla una y otra vez recién cumplidos los diez veranos. Cecilia siempre despertó en mí un sentimiento  bucólico y aromático. Si, si, bucólico y aromático. A medida que la canción avanzaba el olor a pinos, a bosque de eucaliptos y a hierba recién cortada se hacía (se hace) cada vez más fuerte. Así, de golpe y porrazo, sólo podía (puedo) pensar en zarzas con moras silvestres, en mandarinas sin pepitas o en aquel viejo canario con cáncer que enterré después de una solemne misa bajo una montaña de piedras, tierra y margaritas. Eso era para mí Cecilia, una niña con ecos de mujer insensata que le ponía voz sin artificios a la vida.  El radiocasete viejo se encargaba del resto. Retorcía la pasión de aquellas letras y les daba una ondulación perfecta, como si de repente la artista les cantase a los peces del fondo del mar o convirtiese en altavoces las tuberías.

que habían naciMi gata Luna era la banda sonora que adornaba la vida y la muerte de una gata inventada. Como la muñeca esdrújula, fue creada para regar los árboles   tuertos que enraizaban en el desierto de las soledades de modo que, en este caso y a diferencia del primero, antes  fue la música de fondo y después fue la historia que a punto está de cumplir el par de años.

La bauticé así desde la primera vez que la vi aparecer. En ningún momento frunció el ceño ni se extrañó de que sobre su espalda descansasen las miradas de cuantos con ella se cruzaban. Era de esas figuras que procuran no atragantarse con las penas por eso de evitar las temidas líneas de expresión. Se sentaba erguida, completamente recta y con las piernas en alto.  La tensión y el esfuerzo de sus músculos podía apreciarse incluso desde donde yo estaba, cuatro o cinco metros más atrás. Vestía un ajustado vestido corto rosa fucsia que devoraba cualquier ápice de sofisticación y sensualidad anterior y un abrigo de visón blanco que la cubría del cuello hasta la cintura. Entró al local oblicua y de la mano de aquel hombre que, a todas luces, la superaba en edad y experiencias. Él, con un ademán que podría considerarse, in extremis, dentro de los límites de la elegancia y la corrección en las formas, le facilitó la silla y, con aire ufano, se entretuvo un rato en asegurarse de que todos los allí presentes habíamos sido testigos de su entrada junto a aquella mujer de bandera de metro y medio y zapatos  negros de tacón bajo.

Perfectamente podría haber pedido para ella una copa de orujo blanco a primera hora de la mañana. La dama no hubiese puesto objeción alguna. Lejos de todo eso,  pidió para ella una botella de agua mineral. Él optó por un tercio de Mahou bien frío que paladeó extasiado pese al gélido ambiente que envolvía aquellos días de finales de diciembre. Era evidente que la joven nunca había dominado el arte de la conversación y sólo había aprendido a reír y a hacer como el que no ve. Yo escrutaba curiosa la escena  desde detrás de la barra. Él, como llegado de una dimensión paralela, la contemplaba totalmente fascinado por su cabello dorado, sus ojos de un azul oscuro casi místico y sus labios escarlata. Opté por pensar que aquella sonrisa, aquella mueca de aparente alegría contenida que parecía no pretender abandonar nunca el rostro de la joven, formaba parte de un contrato espaciotemporal previo con la mafia calabresa.  Hubiese jurado, además, que aquellos pequeñísimos y blanqueados incisivos  todavía pertenecían a la familia de la dentadura láctea.  Cosas mías.

Mientras los hechos se sucedían, no pude evitar inventar también para él un nombre: el pelele manco. Lo de pelele iba quedando cada vez más claro por aquella inquebrantable adoración y las incansables atenciones que profesaba a la muchacha. “¿De verdad que no quieres nada más que un vaso de agua, cielo? – le oí decir en un momento dado y, a juzgar por la relajación de sus hombros,  la satisfacción que se pudo leer en su cara y en la hinchazón de su tórax,  debió recibir un apunte amable por respuesta. Lo de manco era otro asunto que obedecía más al curioso mecanismo que ponía en marcha todo él cada vez que se llevaba la botella de cerveza a la boca. El brazo izquierdo permanecía inmóvil junto a su cuerpo formando un ángulo de noventa grados con un colgajo deforme en el extremo el eje equis. Le faltaban tres dedos y la mitad de un cuarto. El quinto era el pulgar. Su rostro, enjuto y pálido,  pedía a gritos un  ancho bigote o una espesa barba que cubriese sus despistes.

Así permanecieron largo rato, las piernas del uno entre las de la otra, ajenos y guarecidos ambos por el dosel de algarabía y farra del último día del año.

Recuerdo claramente haber sentido una mezcla extraña de ternura y pena por aquel viejo Romeo en decadencia que no escatimaba esfuerzos para que su acompañante muda se decidiese por una bebida de mayor graduación. Pero ella, que ni siquiera se había desprendido del visón blanco, resultó ser una coqueta alegre y poco charlatana que se mantuvo inalterable durante más de media hora hasta que él tuvo a bien llevársela para  conocer la zona. Amablemente la ayudó a levantarse de la silla y estiró suavemente aquellos brazos y aquellas piernas frías,  finas y huecas.  La muchacha no había tocado la botella de agua. Fue entonces cuando reparé en la funcionalidad de la extremidad muerta: estaba estratégicamente pensada y colocada para el transporte, de un punto a otro de los inviernos y las soledades habitadas por aquel pelele pálido y sin bigote,  de aquella enigmática muñeca de sonrisa congelada.

Jamás volví a saber de aquella peculiar pareja.
No hubo plumas de ruiseñor, ni ojos de vidrio verde y ni hocico negro de cartón. Ni siquiera fue necesario que la llevasen entre cuatro. No precisaron de arena fina ni de crisantemos en flor.

Que disculpe Cecilia mi osadía al alterar su memoria y el sexo de  sus letras cuando, desenterrando hoy su música y la imagen de aquel viejo Don Quijote falto de caricias, recuerdo aquello de “qué sola muere mi gata Luna, qué solo y triste vivo yo”.