“Cuando yo iba al
colegio pasaba por una tienda donde había un maniquí de mujer que era
completamente estático, completamente impasible y, sin embargo, se delataba
porque sudaba por las axilas. Porque si algo tienen los maniquíes es esa
impresión que dan de estar disimulando. Continuamente están haciendo como que
no piensan; como que no ven; como que no oyen…”
Y yo que de niña
pensaba que los cuentos estaban tejidos con hilos algodón dulce y fantasía…
Millás ha metido la
mano en mi cabeza y ha tirado de un ovillo cualquiera. El primero que se le ha
puesto a tiro. Antes de salir de ella le
ha dado al “play” y Mi gata luna ha
comenzado a sonar (a soñar he empezado yo). Recuerdo con claridad cómo me
gustaba escucharla una y otra vez recién cumplidos los diez veranos. Cecilia siempre
despertó en mí un sentimiento bucólico y aromático.
Si, si, bucólico y aromático. A medida que la canción avanzaba el olor a pinos, a bosque de
eucaliptos y a hierba recién cortada se hacía (se hace) cada vez más fuerte. Así, de
golpe y porrazo, sólo podía (puedo) pensar en zarzas con moras silvestres, en mandarinas
sin pepitas o en aquel viejo canario con cáncer que enterré después de una
solemne misa bajo una montaña de piedras, tierra y margaritas. Eso era para mí
Cecilia, una niña con ecos de mujer insensata que le ponía voz sin artificios a
la vida. El radiocasete viejo se
encargaba del resto. Retorcía la pasión de aquellas letras y les daba una
ondulación perfecta, como si de repente la artista les cantase a los peces del
fondo del mar o convirtiese en altavoces las tuberías.
que habían naciMi gata Luna era la
banda sonora que adornaba la vida y la muerte de una gata inventada. Como la muñeca esdrújula, fue creada para regar los árboles tuertos que enraizaban en el desierto de las soledades de modo que, en este caso
y a diferencia del primero, antes fue la música de fondo y después fue la historia que a punto está de
cumplir el par de años.
La bauticé así desde la primera vez que la vi aparecer. En ningún momento
frunció el ceño ni se extrañó de que sobre su espalda descansasen las miradas
de cuantos con ella se cruzaban. Era de esas figuras que procuran no atragantarse
con las penas por eso de evitar las temidas líneas de expresión. Se sentaba
erguida, completamente recta y con las piernas en alto. La tensión y el esfuerzo de sus músculos podía
apreciarse incluso desde donde yo estaba, cuatro o cinco metros más atrás. Vestía
un ajustado vestido corto rosa fucsia que devoraba cualquier ápice de sofisticación
y sensualidad anterior y un abrigo de visón blanco que la cubría del cuello
hasta la cintura. Entró al local oblicua y de la mano de aquel hombre que, a todas
luces, la superaba en edad y experiencias. Él, con un ademán que podría
considerarse, in extremis, dentro de los límites de la elegancia y la
corrección en las formas, le facilitó la silla y, con aire ufano,
se entretuvo un rato en asegurarse de que todos los allí presentes habíamos
sido testigos de su entrada junto a aquella mujer de bandera de metro y medio y
zapatos negros de tacón bajo.
Perfectamente
podría haber pedido para ella una copa de orujo blanco a primera hora de la
mañana. La dama no hubiese puesto objeción alguna. Lejos de todo eso, pidió para ella una botella de agua mineral. Él optó por
un tercio de Mahou bien frío que paladeó extasiado pese al gélido ambiente que
envolvía aquellos días de finales de diciembre. Era evidente que la joven nunca había dominado el arte de la conversación y
sólo había aprendido a reír y a hacer como el que no ve. Yo escrutaba curiosa
la escena desde detrás de la barra. Él, como
llegado de una dimensión paralela, la contemplaba totalmente fascinado por su
cabello dorado, sus ojos de un azul oscuro casi místico y sus labios escarlata.
Opté por pensar que aquella sonrisa, aquella mueca de aparente alegría
contenida que parecía no pretender abandonar nunca el rostro de la joven,
formaba parte de un contrato espaciotemporal previo con la mafia calabresa. Hubiese jurado, además, que aquellos pequeñísimos
y blanqueados incisivos todavía
pertenecían a la familia de la dentadura láctea. Cosas mías.
Mientras los hechos se sucedían, no pude evitar inventar también para
él un nombre: el pelele manco. Lo de pelele iba quedando cada vez más claro por aquella
inquebrantable adoración y las incansables atenciones que profesaba a la
muchacha. “¿De verdad que no quieres nada más que un vaso de agua, cielo? – le
oí decir en un momento dado y, a juzgar por la relajación de sus hombros, la satisfacción que se pudo leer en su cara y
en la hinchazón de su tórax, debió
recibir un apunte amable por respuesta. Lo de manco era otro asunto que obedecía
más al curioso mecanismo que ponía en marcha todo él cada vez que se llevaba
la botella de cerveza a la boca. El brazo izquierdo permanecía inmóvil junto a
su cuerpo formando un ángulo de noventa grados con un colgajo deforme en el
extremo el eje equis. Le faltaban tres dedos y la mitad de un cuarto. El quinto
era el pulgar. Su rostro, enjuto y pálido, pedía a gritos un ancho bigote o una espesa barba que cubriese sus despistes.
Así permanecieron
largo rato, las piernas del uno entre las de la otra, ajenos y guarecidos ambos
por el dosel de algarabía y farra del último día del año.
Recuerdo claramente
haber sentido una mezcla extraña de ternura y pena por aquel viejo Romeo en
decadencia que no escatimaba esfuerzos para que su acompañante muda se decidiese por una bebida de mayor
graduación. Pero ella, que ni siquiera se había desprendido del visón blanco, resultó
ser una coqueta alegre y poco charlatana que se mantuvo inalterable durante más
de media hora hasta que él tuvo a bien llevársela para conocer la zona. Amablemente la ayudó a
levantarse de la silla y estiró suavemente aquellos brazos y aquellas piernas
frías, finas y huecas. La muchacha no había tocado la botella de agua. Fue entonces cuando reparé en la funcionalidad de la extremidad muerta: estaba estratégicamente pensada y colocada para el transporte, de un punto a otro de los
inviernos y las soledades habitadas por aquel pelele pálido y sin bigote, de aquella enigmática muñeca de sonrisa congelada.
Jamás volví a saber de aquella peculiar pareja.
No hubo plumas de
ruiseñor, ni ojos de vidrio verde y ni hocico negro de cartón. Ni siquiera
fue necesario que la llevasen entre cuatro. No precisaron de arena fina ni de crisantemos
en flor.
Que disculpe
Cecilia mi osadía al alterar su memoria y el sexo de sus letras cuando, desenterrando hoy su música y la imagen de aquel viejo Don Quijote falto de caricias, recuerdo aquello de “qué sola
muere mi gata Luna, qué solo y triste vivo yo”.