domingo, 30 de diciembre de 2012

Debajo de las piedras


Me conociste opaco e insulso. Diabético. Pueril. Lánguido de formas y desganado en materia de amores. Me descubriste oscuro, frío, rollizo por una mala alimentación de palabras y disertaciones.  Me escogiste así. Procuraste buscarme hosco para hacerme después cortés y amable. Superamos mil y un reproches y se me antojaron tus labios. Quise besarte.  Me enredé en tus pestañas y nos recitamos decenas de poemas y verdades a medias en una misma tarde.

Aunque parco en palabras me volví un derrochador de caricias y necedades. Me atrevo a decir incluso que llegué a ser simpático. En fechas señaladas también afable.

Risueño.

Dulce.

 Capaz.

 Suave.

Me volviste un  iluso, un soñador. Me convertiste nuevamente en niño. Me devolviste al mundo y a una vida de emociones y miradas largas. A una existencia de siluetas y yemas, de lenguas y cuellos tibios. Empecé a adorarte en secreto; entregado y romántico. Lívido. Conseguiste que  te hablase de amor aún sin saber. Me prometiste una estrella por día.  Me ofreciste el cielo y, queriendo siempre llegar la primera, cerraste las puertas detrás de ti para que nadie entrara.  Me dejaste sentado en el césped vomitando el mortero de nuestra historia y mordiendo la hierba mojada.

Me dio por toser evocando la forma de tu pecho. Malgasté ternura y dedos arrancando hiedras y enredaderas. Me perdí. Se me agotaron los besos. También las letras.

Rememoré tu forma de caminar sobre la nieve una y otra vez, siempre tan vítrea y luminosa toda tú. Te vi desnuda sobre el hielo y te inventé una onomástica. Y odié amarte. Tu cara y tu voz se fueron disipando en mi memoria  y me refugié en otras para poder olvidarte.  Ahora lo pienso y, tal vez, lo que buscaba era recordarte aún más. Volver a encontrarte. Así fue como te comencé a necesitar con la misma intensidad con la que tu recuerdo se alejaba rumbo a ese nuevo invierno de silencios y tierra. Más aún. Hacia ese nuevo  invierno debajo de las piedras.

Así, año tras año y hasta llegar el frío, otra vez opaco e insulso, te seguí queriendo                                                                                                                                   

                                                                                                                      a mi manera.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Querido enemigo


Lo conseguiste.

  Me he cruzado contigo. Ahora me veo en la obligación de buscarte allí donde antes me dabas igual para quitarte importancia y restarme motivos. Rápido. Corre.  Necesito una caja donde guardarte. Una parcela inerme. Una razón lógica para matarte o dejarte ir.
No. Lo mejor será enterrarte vivo.

Necesito  de ese algo que te haga nacer y también morir pasto de las mismísimas llamas del olvido. Porque me eres demasiado extraño y demasiado obvias son estas pupilas que se niegan a leer todo cuanto escribo. Me has robado el alma, la voluntad, la calma. Los latidos. Porque ahora sólo pido ser ese horizonte al que miras extasiado y ese sol magenta que despierta en tu mente equinoccios y solsticios.
El filo de tu boca. La comisura de tus sentidos.
Ahora, querido enemigo, sólo deseo ser esa noche entre mil sábanas, espalda contra torso, bajo un manto de caricias y delirios. Esa marea alta que ahoga la luna en tu pecho. Quiero ser tu musa.

Felicidades. Quiero ser tu gato de ojos amarillos.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Qué más quisiera

Qué más quisiera el viento que gritar de nuevo al sol:

                                      “¡Ya han regresado las rosas blancas a los campos!”.
                                                                                                       Qué más quisiera.

 Qué más quisiera yo, mi pequeña luciérnaga, mi tierno haz de luz,

que enjugar tus lágrimas y hacer con ellas mil colmenas

                                                                  de arena blanca y finas conchas color canela.

 Rodearte. Cubrirte de plumas. Sostenerte en el aire

como un globo que huye y vuelve. Impulsarte.
 
Regalarte mis alas  sin cadenas.

Qué más quisiera yo que pintar tus ojos tristes con mis besos

y  dejar mensajes de aliento en la humedad de los cristales
                                              todas y cada una de nuestras mañanas,
todos y cada uno de tus inviernos.
                        Qué más quisiera yo que dibujarte de nuevo la piel 

con aceite de almendras dulces,

 sin hendiduras ni silencios.

Y en voz baja llamarte por ese nombre sin memoria en el que nunca existimos,
donde nunca "tú y yo" existieron 

                                    en el que no tienen cabida ni mis cicatrices.

                                                                                    ni mis deseos.

Qué más quisiera.

domingo, 9 de diciembre de 2012

La muñeca esdrújula


“Cuando yo iba al colegio pasaba por una tienda donde había un maniquí de mujer que era completamente estático, completamente impasible y, sin embargo, se delataba porque sudaba por las axilas. Porque si algo tienen los maniquíes es esa impresión que dan de estar disimulando. Continuamente están haciendo como que no piensan; como que no ven; como que no oyen…”

Y yo que de niña pensaba que los cuentos estaban tejidos con hilos algodón dulce y fantasía…

Millás ha metido la mano en mi cabeza y ha tirado de un ovillo cualquiera. El primero que se le ha puesto a tiro.  Antes de salir de ella le ha dado al “play”  y Mi gata luna ha comenzado a sonar (a soñar he empezado yo). Recuerdo con claridad cómo me gustaba escucharla una y otra vez recién cumplidos los diez veranos. Cecilia siempre despertó en mí un sentimiento  bucólico y aromático. Si, si, bucólico y aromático. A medida que la canción avanzaba el olor a pinos, a bosque de eucaliptos y a hierba recién cortada se hacía (se hace) cada vez más fuerte. Así, de golpe y porrazo, sólo podía (puedo) pensar en zarzas con moras silvestres, en mandarinas sin pepitas o en aquel viejo canario con cáncer que enterré después de una solemne misa bajo una montaña de piedras, tierra y margaritas. Eso era para mí Cecilia, una niña con ecos de mujer insensata que le ponía voz sin artificios a la vida.  El radiocasete viejo se encargaba del resto. Retorcía la pasión de aquellas letras y les daba una ondulación perfecta, como si de repente la artista les cantase a los peces del fondo del mar o convirtiese en altavoces las tuberías.

que habían naciMi gata Luna era la banda sonora que adornaba la vida y la muerte de una gata inventada. Como la muñeca esdrújula, fue creada para regar los árboles   tuertos que enraizaban en el desierto de las soledades de modo que, en este caso y a diferencia del primero, antes  fue la música de fondo y después fue la historia que a punto está de cumplir el par de años.

La bauticé así desde la primera vez que la vi aparecer. En ningún momento frunció el ceño ni se extrañó de que sobre su espalda descansasen las miradas de cuantos con ella se cruzaban. Era de esas figuras que procuran no atragantarse con las penas por eso de evitar las temidas líneas de expresión. Se sentaba erguida, completamente recta y con las piernas en alto.  La tensión y el esfuerzo de sus músculos podía apreciarse incluso desde donde yo estaba, cuatro o cinco metros más atrás. Vestía un ajustado vestido corto rosa fucsia que devoraba cualquier ápice de sofisticación y sensualidad anterior y un abrigo de visón blanco que la cubría del cuello hasta la cintura. Entró al local oblicua y de la mano de aquel hombre que, a todas luces, la superaba en edad y experiencias. Él, con un ademán que podría considerarse, in extremis, dentro de los límites de la elegancia y la corrección en las formas, le facilitó la silla y, con aire ufano, se entretuvo un rato en asegurarse de que todos los allí presentes habíamos sido testigos de su entrada junto a aquella mujer de bandera de metro y medio y zapatos  negros de tacón bajo.

Perfectamente podría haber pedido para ella una copa de orujo blanco a primera hora de la mañana. La dama no hubiese puesto objeción alguna. Lejos de todo eso,  pidió para ella una botella de agua mineral. Él optó por un tercio de Mahou bien frío que paladeó extasiado pese al gélido ambiente que envolvía aquellos días de finales de diciembre. Era evidente que la joven nunca había dominado el arte de la conversación y sólo había aprendido a reír y a hacer como el que no ve. Yo escrutaba curiosa la escena  desde detrás de la barra. Él, como llegado de una dimensión paralela, la contemplaba totalmente fascinado por su cabello dorado, sus ojos de un azul oscuro casi místico y sus labios escarlata. Opté por pensar que aquella sonrisa, aquella mueca de aparente alegría contenida que parecía no pretender abandonar nunca el rostro de la joven, formaba parte de un contrato espaciotemporal previo con la mafia calabresa.  Hubiese jurado, además, que aquellos pequeñísimos y blanqueados incisivos  todavía pertenecían a la familia de la dentadura láctea.  Cosas mías.

Mientras los hechos se sucedían, no pude evitar inventar también para él un nombre: el pelele manco. Lo de pelele iba quedando cada vez más claro por aquella inquebrantable adoración y las incansables atenciones que profesaba a la muchacha. “¿De verdad que no quieres nada más que un vaso de agua, cielo? – le oí decir en un momento dado y, a juzgar por la relajación de sus hombros,  la satisfacción que se pudo leer en su cara y en la hinchazón de su tórax,  debió recibir un apunte amable por respuesta. Lo de manco era otro asunto que obedecía más al curioso mecanismo que ponía en marcha todo él cada vez que se llevaba la botella de cerveza a la boca. El brazo izquierdo permanecía inmóvil junto a su cuerpo formando un ángulo de noventa grados con un colgajo deforme en el extremo el eje equis. Le faltaban tres dedos y la mitad de un cuarto. El quinto era el pulgar. Su rostro, enjuto y pálido,  pedía a gritos un  ancho bigote o una espesa barba que cubriese sus despistes.

Así permanecieron largo rato, las piernas del uno entre las de la otra, ajenos y guarecidos ambos por el dosel de algarabía y farra del último día del año.

Recuerdo claramente haber sentido una mezcla extraña de ternura y pena por aquel viejo Romeo en decadencia que no escatimaba esfuerzos para que su acompañante muda se decidiese por una bebida de mayor graduación. Pero ella, que ni siquiera se había desprendido del visón blanco, resultó ser una coqueta alegre y poco charlatana que se mantuvo inalterable durante más de media hora hasta que él tuvo a bien llevársela para  conocer la zona. Amablemente la ayudó a levantarse de la silla y estiró suavemente aquellos brazos y aquellas piernas frías,  finas y huecas.  La muchacha no había tocado la botella de agua. Fue entonces cuando reparé en la funcionalidad de la extremidad muerta: estaba estratégicamente pensada y colocada para el transporte, de un punto a otro de los inviernos y las soledades habitadas por aquel pelele pálido y sin bigote,  de aquella enigmática muñeca de sonrisa congelada.

Jamás volví a saber de aquella peculiar pareja.
No hubo plumas de ruiseñor, ni ojos de vidrio verde y ni hocico negro de cartón. Ni siquiera fue necesario que la llevasen entre cuatro. No precisaron de arena fina ni de crisantemos en flor.

Que disculpe Cecilia mi osadía al alterar su memoria y el sexo de  sus letras cuando, desenterrando hoy su música y la imagen de aquel viejo Don Quijote falto de caricias, recuerdo aquello de “qué sola muere mi gata Luna, qué solo y triste vivo yo”.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Muñoz Molina, Madrid...y yo


“Unos días antes de cumplir 18 años se me hizo realidad por fin el sueño de llegar a Madrid para estudiar Periodismo y convertirme en autor de obras de teatro de agitación política. El sueño no duró casi nada. Madrid era una ciudad demasiado grande y demasiado hostil para mi apocamiento pueblerino, la grandiosamente bautizada como Facultad de Ciencias de la Información resultó un fraude, mi beca apenas daba para comer…”

Y al leerlo, salvando y respetando enormemente las distancias, no pude evitar sentirme identificada.

Lo cuenta Muñoz Molina y lo hace con más altura, por ser él, y con más gravedad y razón. Un joven soldado rememorando una vieja batalla. A muchos les parecerá que estamos ante parte de la biografía del primer hombre que fija su residencia habitual en el Polo Sur y no lleva nada bien el frío. “Hombre, pero es que estamos hablando del Polo Sur, ¿eh?” A muchos otros les parecerá que estamos ante el relato de cualquier estudiante  que llega a la capital para marcar el inicio de su andadura y quedar irremediablemente impactado con la Gran Vía primero y defraudado por el reloj de la Puerta del Sol después. La única diferencia evidente y  manifiesta entre ese pasado de él y este presente nuestro radica en el régimen/ sistema político que los aplastaba entonces y el que nos constriñe hoy. Si se me permite una leve alteración del refranero popular, nos han cambiado al perro y han parcheado collar.
Cuando yo hablo así de Madrid, me miran raro.  Hablamos de tiempos distintos, claro está, pero no deja de ser menos cierto que Madrid sigue siendo grande, sigue siendo un pelín hostil y La Mole no ha dejado nunca de hacer honor a su condición de fraude. Que las becas, por mucho que digan, siguen sin dar para comer, y que la agitación política de hoy levanta la tapa de las cloacas igual o incluso más que antes. Por lo visto, no es que hayan cambiado muchos las cosas, simplemente, han mudado de piel y de color.

Recojo eso de “hostil” y que nadie me malinterprete. Aclimatarse a Madrid, para los que no hemos nacido en esta gran ciudad no es nada fácil aunque a veces así lo parezca. Requiere una renuncia clara a esa ya mencionada esencia de apocados pueblerinos que llevamos pegada al culo como el PH, el RH o la flora intestinal. Pensad que en casa podemos llamar a nuestros hermanos a gritos desde la calle sin despeinarnos. Aquí alteramos el orden público y, de paso, avergonzamos al vecindario.  Para mí, por lo menos, esa fue la primera“traición” y no puedo dejar de sentirme infiel cuando, después de varios meses, vuelvo a ver de nuevo el mar. “Que no, que no me he ido, al menos no del todo”, - le susurro. Mucha gracia no le hace, me temo y, en un gesto de lo más sardónico, se limita a vomitarme batuburrillos de espuma sucia y algas viejas. Está dolido, lo sé, pero sé también que al mismo tiempo me sigue esperando, que se muere por abrazarme y mecerme para que sienta de nuevo lo que es dormir a pierna suelta. Sabe de sobra la falta que me hace.

Porque Madrid acoge, pero también desnuda y nos deja indefensos. Porque la ciudad es demasiado fría e imponente a veces. Muchas veces. Más aún cuando, como pensó en su día Muñoz Molina, el sueño termina por durar casi nada. Él, sin embargo, tuvo disculpa pues aún no había cumplido los dieciocho. A mí no me quedó más remedio que apechugar con mi elección y mi ejercicio legítimo de derecho al voto. Dieciocho años y un mes. Ahora te jodes y aguantas.

¿Que por qué entonces continúo aquí? Pues porque ya se ha convertido en algo personal. Un mano a mano entre yo y yo misma y porque Madrid, aunque a veces no pueda verlo, también me ha hecho conocer y sentir cosas maravillosas. Ahora la supervivencia la sobrellevo a base de trucos. Cuando la nostalgia me vence y le permito al desaliento una nueva victoria,  me dejo llevar por una única canción, ese Me cuesta tanto olvidarte del musical de Nacho Cano que dejo sonar hasta el final, sobre todo y más que nada eso: hasta el final. La letra es lo de menos. Cuando la canción termina el resultado es siempre el mismo: algo dentro ha vuelto a su sitio. Será por esa gente que ya ha pasado a ser mi gente o un buen recuerdo de tantos que guardo. Será por un nuevo sueño o la esperanza de que Madrid tenga reservado para mí algo grande. No lo sé. Lo único que puedo afirmar es que, de pronto, me entristece sólo el hecho de pensar en abandonar. Ese final que nunca corto me devuelve siempre a una noche cualquiera en una perfecta Gran Vía iluminada y vacía pero ahora, eso sí, en presente y hacia adelante.

Siete años después.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Un poco más allá...


¿Inquietud?

No. Simplemente inercia.

Se sorbían cada vez que se cruzaban. Se bebían a morro y mancillaban sus nervios para disimular el olor. El miedo siempre apesta cuando yace en un lecho de piel y parsimonia.

Morían por verse de cerca cada noche entre plumas e hilillos de algodón y casi siempre acababan por sucumbir al aroma de los jazmines. En silencio componían melodías sublimes que luego se tarareaban el uno al otro con la complicidad y el calor del aliento que estalla justo al fondo de los oídos. Y aquellos escalofríos…

Así fueron pasando los cometas sin que nada cambiase hasta el despunte del día. Hasta luz. Porque por separado eran otra cosa.

Ella vivía en una estepa lastimosa sedienta de saliva y también de soledades. Sufría al descubrirse desnuda ante el espejo y su reflejo, asqueado, evitaba a toda costa contemplarla directamente.  El sol de la sabana, poco a poco, le había quemado los ojos y las pestañas. Él, sin saberlo, trashumaba cada noche entre rompientes y orillas para descubrir enamorado el baile de las olas en el cuerpo de su amada. Dejaba siempre sus zapatos negros en la ventana del mar para que los embalsamase la luna y los lustrase el alba.

Ignoraban que en sus bocas dormía ya la muerte química de un ocaso entre dos aguas. Sus voces resonaban en ecos diferentes que morían en un mismo punto de fuga difuminado por líneas de pus y diásporas. Reciprocidad subversiva. Ella descansaba desde siempre en la risa de él mientras éste languidecía a fuego lento en el llanto de una mujer que, de tarde en tarde, palidecía en la penumbra al tiempo que deshojaba atardeceres más allá de su catarsis.

 Lejos.

Donde nace y muere el desencanto.

 

Tal vez un poco más allá...

 

 

 

domingo, 28 de octubre de 2012

Vino del mar


Vaya, lo siento mucho chico. Te compadezco.
Viene del mar, con lo que tira eso.
Debe ser cosa de la salitre o de algo que respiran que los adormece. Están trastocados, muchacho. Dicen que si bebes agua salada te vuelves loco. Pues eso será, seguro. Y más ella que llevará respirando mar desde nacida. Parce que la estoy viendo.  Siempre callada. Siempre pensativa. Así son los que se crían entre redes y rizones. Es como si viviesen permanentemente esperando algo. Un barco o, tal vez, que enciendan las luces de los faros. Quizá que el tiempo disuelva la espuma que recubre los peñascos. Nada hablan. De vez en cuando algo cuentan, pero no relatan como tú y como yo, hacia fuera. No, el suyo es un hablar hacia sí mismos. Tal pareciera  que las palabras les broten de detrás de las cuencas de los ojos. Ellos todo lo rememoran y todo lo bañan con nostalgia. Morriña le llaman. Morriña. No sabes dónde te fuiste a meter, chico. Ellos viven hacia adentro. No les gusta darse a conocer. Las miserias se las comen. Pero no por mal, ¿eh?, sino porque han aprendido a llorar de espaldas y bajito.  Es como si dentro llevasen un saco en el que van guardando todo lo que no sacan. Luego, un buen día, explotan. Sin ton ni son. Así murió Genaro, el de Chachita. Los médicos dijeron que fue un mal de los pulmones. Mentira. Fue su saco que no pudo guardar más. Te lo juro, por éstas. Nadie me lo quita de la cabeza.

 

Mira Penélope. No fue capaz de echar a andar y, ¿sabes por qué?, porque sólo había aprendido a tejer y a destejer, así, espera que te espera. Es el mar el que te enseña a hacerlo. Ella va a ser igual, ya verás. Hazme caso que de otra cosa no, pero de esto sé un rato. ¿A que cuando camina no hace otra cosa que mirar al suelo?  Eso es porque busca  respuestas en las raíces de los árboles y en las tumbas de los muertos.  Algo le ronda. Algo le come la sesera. Si sonríe cuando levanta la cabeza empieza a temblar porque ya está guardando o, peor aún, ya ha guardado y ha tragado la llave. Analiza bien esa sonrisa. Si no enseña los dientes, la cosa es grave. Yo distingo la sonrisa lenta de la rápida. La lenta es la peor porque es más amarga y revuelve la sangre.  Así se comienza  y luego uno explota, ¡coño si explota! La mayoría de los que vienen del mar mueren por el peso de las penas. No pasa de repente. Van muriendo lentamente mientras esperan. Pero el suyo es un esperar distinto, agridulce, de esos que llevan siempre guardada una despedida y un juego de cadenas.

Frente  él, frente al mar,  son de otra manera. No sonríen pero la mirada se les calma y los brazos se les rebelan. Ahí nunca la verás tensa. Respiran hondo. Beben de él, de las profundidades. Las olas para ellos son un bálsamo, una nana. Si algún día la sorprendes mirando al horizonte no la interrumpas. Es extremadamente peligroso. Pasa como cuando despiertas a alguien que camina en sueños que el corazón se le pone en huelga y para. Si mira al mar, hacia el horizonte, está pidiendo ayuda a las aguas. Déjala a su aire porque más vale que pida al mar a que siga tragando. Ese es el mejor momento para ver su alma. El mar los denuda y los arropa al mismo tiempo. Abrázala para que te sienta. No dudes, abrázala. Rodéala con tus brazos aunque no quiera.  Para ella el mero hecho de rogar ya será un suplicio, una condena. Y no será por orgullo, ojo, sino porque ha aprendido que no hay pan sin sudor. La frustran los milagros y los golpes de suerte. En su interior, en el fondo del saco, habrá marejada, así que tendrás que sujetarla bien fuerte para que no se la lleve el viento y se pierda. Si inclina su cabeza hacia atrás buscando tu cuello, hazle hueco. Está en horas bajas. Hazme caso que sé de lo que hablo. Hazle hueco y siéntela. No dirá nada. En momentos de dolor siempre te va a dar la callada por respuesta.

 

No sabes cómo te compadezco muchacho. Yo tuve una así durante un tiempo. Así era, igualita a la que ahora me describes. Murió de pena mientras yo aprendía a esperarla en alta mar.

 Murió de pena en tierra.

 Se fue mar adentro, rogando

Se fue con la marea.


Ahora soy yo el que teje y desteje, suplicando
esperando que el mar me la devuelva

domingo, 21 de octubre de 2012

Botas para la lluvia y la subida de las mareas


¿Alguien me puede explicar a santo de qué el cielo se desplomó de aquella forma?

Nunca había visto llover así. Llovía con sorna y con esa retranca que sólo se hereda si las ideas enraízan en la “lama” y llenan los montes de “vagalumes” . Llovía en vertical, directamente del cielo y sin atajos. Por todas partes corrían personas y ratas a resguardarse de aquel desbordamiento inesperado del mar y del río. Semana de mareas vivas, había dicho mi madre, y no debió equivocarse cuando el cielo rugía de aquel modo. Si ponía atención incluso tal pareciaera que exigiese a gritos una genuflexión, una oda a la luna y la rosa de los vientos.
Soportales y balcones aguantaban estoicamente los envites de la naturaleza. Ellos, que siempre habían jugado a guarecer del sol a los viandantes y de los ojos curiosos a los enamorados, que tampoco faltaban y falta hacían.

Solté el paraguas y, asegurándome primero de que nadie miraba, entrecerré los ojos y  saboreé aquella hermosa mezcolanza de lluvia y pestañas. De pronto todo pareció ir más lento. Desde abajo la lluvia conformaba una amalgama de aguijones precipitándose sobre el asfalto, las aceras empedradas y los charcos, desde un techo gris jaspeado. Al llegar al suelo de adoquines  las gotas estallaban en decenas de lágrimas que conducían el dolor del pueblo a las alcantarillas.  Cada partícula  materializaba la millonésima parte de un universo hecho de plástico de burbujas. Plas. Plas.Plas . El agua caía a plomo como la tapa de un libro que se cierra para no dejar escapar las almas de sus personajes, como unos párpados que claudican en favor del sueño, del cansancio o de la muerte.

Caminé entre los coches hasta llegar Plaza de Santiago y me detuve ante la tienda de relojes. El péndulo dorado del reloj que vivía presidiendo el escaparate desde antes incluso del nacimiento de mi mala memoria, anunciaba las siete de la tarde. Segundos después sonaba el Ave María a campanadas.
Fue ese cosquilleo esporádico que va desde el inicio de la espina dorsal hasta la nuca el que me advirtió de que Marcial, el de la zapatería,  estaba siendo testigo de mis periplos desde el otro lado de la calle. Reía.
- Es lo que tiene haber nacido donde antes era mar, - apuntó burlón señalando mis pies-. Lo que engulle, tarde o temprano, lo devuelve. Pero aquello que le arrebatan lo acaba reclamando antes o después.
Reí junto a Marcial aquella furia inesperada.
 Había olvidado ponerme botas.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Si sueño que sueño ¿es mío el sueño o es el sueño de mi sueño?


-       Oye, para ti, ¿la vida es sueño?
 
-      ¿Eh?¿a qué viene eso?
 
-      Yo qué sé, lo he leído en alguna parte, en la puerta de un baño, creo. Pero no te desvíes ni me respondas con otra pregunta. Mírame a los ojos, así. ¿Y bien?, ¿para ti la vida es sueño?

-          Bueno, pues...pues no.

-          ¡Cómo que no!

-          Hombre, es que si la vida fuese sueño me da miedo pensar que esto no esté pasando realmente, que no existamos en ninguna parte . Para mí esto es real. Tú y yo formamos parte de la vida, de algo grande, no de un sueño. Pero dime, ¿acaso tú sí crees que la vida es sueño?

-        Si, claro. De hecho te elegí porque eres el hombre que siempre soñé.

-      ¿Y cómo podías soñar conmigo si no me conocías?


-      Sí, sí te conocía. No te ponía rostro ni voz pero incluso antes de conocerte era capaz adivinar tus gestos.

-    Tú soñabas una idea, un ideal. Podrías haberte quedado con cualquier otro que se pareciese mínimamente a ese hombre de tus sueños. Simplemente he encajado en tu puzzle.

-      Calla anda calla. No sé para qué te pregunto nada.

-          No, no, ahora respóndeme tú a mí.¿Todo es como lo habías soñado?

-          ¡Claro! ¡Vivo la vida que siempre soñé!

-         Entonces vives un sueño, no la vida. La vida es mucho más, va mucho más allá...

-          ¡Anda! y según tú, ¿qué es entonces la vida?

-          ¿Para mí? La vida, para mí, es un concierto de copas de cristal de bohemia pero a latigazos. La vida es el baile, la música y el punto. La canción alfa que suena justo a las doce, después de las once y antes de las trece de cualquier reloj de mimbre. La vida es el despertar y el desencanto. El beso y la duda. El "hola" pero también el "adiós". La causa y la panacea. El principio y el final. La  entrada y la salida. El después. La despedida. La vida es una danza de caballitos del demonio, luciérnagas y vagalumes en un limbo de sombras y bombillas. La luz. El chiste. La risa. La vergüenza y el sonrojo. La vida es la miel de los panales y, a la vez, un Pandemónium edulcorado. El boca a boca y la asfixia. Una trampa. Un trampolín. Un silencio. Un ovillo de nuevos horizontes y costumbres. La eternidad y el instante. Dos agujas y un eje de coordenadas. La vida es una cataplasma de cruces, soledades y esencias desgarradas.
¿Los sueños? Los sueños son pinceladas tangenciales que adornan los ribetes dorados de un cuadro en movimiento...

-          No es cierto.

-          Sí lo es y te digo más. ¿Soñaste alguna vez con la muerte? Porque ella también forma parte de toda vida, incusive de ésa con la que tú insistes en soñar...

-          Por supuesto que no, eso nunca se sueña. No puedes soñar morir.

-          Entonces hemos llegado al punto exacto en el que la vida y los sueños son incompatibles.
 

lunes, 8 de octubre de 2012

Es tiempo de lluvias


Entraste a quemarropa dejando a tu paso pequeños charcos en el piso de tierra. Estabas calado hasta la piel, hasta los huesos. Ignorabas que yo ya estaba dentro. Sin dilaciones te deshiciste de aquellas prendas que amenazaban la compostura de tus defensas. Una a una. Yo aguardé a la penúltima para hacerme notar. Quería darme el lujo y el disfrute de ese coto de poder que nos da el desconocimiento y lo absurdo aunque sin dilapidar tus pudores. Me sentí como el león que observa fijamente a su presa entre la maleza, atento y mudo, a la espera del momento justo para hincar los colmillos en la carne caliente. Así, del mismo modo estaba yo pero en la penumbra, iluminada solamente por el cruce de luces que sorteaba los cristales rotos de dos viejos ventanales.

Sigilosa e insegura me acerqué a tu espalda para envolverte con una vieja manta cubierta de polvo de maíz. Estornudaste una vez. Era tu alergia que me saludaba de nuevas y entre dientes. No hubo sobresaltos, tampoco preguntas. Simplemente te abandonaste sin voltear al cobijo y al abrazo de un cuerpo extraño. En un gesto que en ese momento me pareció de una ternura infinita inclinaste levemente la cabeza hacia atrás y cerraste los ojos. Temblabas como un cachorro que acaba de caer  de pie en un mundo de gigantes….

jueves, 4 de octubre de 2012

Ese nombre


Y qué hago yo si cuando pronuncio tu nombre las letras se deshacen en mi boca. Dime, ¿qué hago yo? Porque en ella moras y en ella descansan, a la vez, tus culpas y tus alegatos. Cada letra sabe a menta fresca. A cerezas huele el silencio de antes y también el de después de mentarte. Dime cómo se olvida y se deja ir. Sólo en círculos puede navegar un barco anclado al fondo del alma. Enséñame cómo se arranca de raíz un árbol que nace del génesis mismo de los volcanes. Cómo abandonarte entre recuerdos si se me desgarran las entrañas sólo de imaginar que desapareces, que no estás. Que se esfuman tus pasos y tu haz de luz. Eres dulce, sonoro, armónico. Suave. Frágil. Eres la calma. Eres el silencio que tanto me recuerda a ese río entre las piedras, a esa mano sobre el lomo del mar, a esas tardes de sol sobre la arena.  Eres un murmullo de espíritu. Quieto. Un bálsamo en comunión con la Madre Tierra.  Tu nombre suena como ese viento que pasa y destruye pero reconforta luego. Tu nombre, sólo tu nombre, es capaz de hacer que te evoque, te mastique y te haga parte de mí, que seas el plasma que me mantiene

                                                                                   viva.

                                                                                  
                                                                                 Serena

 
 
Ese nombre que me envuelve. Me engulle. Me eleva.

 

Ese nombre.

sábado, 29 de septiembre de 2012

La cita perfecta


-          ¿Qué te describa mi cita perfecta? No sé...
 ¿A qué viene esa pregunta ahora?

-          (…)

-          Ay chico, que no. Simplemente no esperaba que me salieses con eso. Me has pillado en blanco…

-          (…)

-          Oye y qué quieres que te diga si ya sabes cómo soy. Tampoco debería extrañarte demasiado, ¿no?

-          (…)

-          Bueno, tampoco exageres, ¿eh? Por supuesto que siento cosas por ti, pero también sabes que no suelo hablar de ello muy a menudo. Tú y yo somos diferentes. A mí eso de poner los sentimientos al descubierto no me resulta tan fácil...

-          (…)

-          ¡Claro que sí! Si no, no estaría contigo y déjame decirte que le estás sacando demasiada punta a todo este asunto…

-          (…)

-          Claro que la tengo, ¡como todo ser viviente!, pero creo también que no debería confesártela…

-          (…)

-          Bueno pues, sinceramente, porque llegarías a dudar de mi estabilidad mental.

-          (…)

-          Que sí, que sí, créeme. Pensarías que me he vuelto loca o que, definitivamente, el círculo ha terminado por cerrarse y ya estoy completamente chalada.
 
-          (…)

-          No te rías que esto es muy serio. Bipolaridad aguda y permanente. No existe cura ni remedio. Aún estás a tiempo de irte. Huye. Márchate. Lárgate ahora mismo y no regreses.

-          (…)

-          No, no me lo tomo a cachondeo, ¡en serio!Pero no entiendo por qué me sales hoy con todo esto. ¿Es tan importante para ti saberlo?

-          (…)

-          Ok, está bien te lo diré, pero luego no digas que no te lo advertí.

-          (…)

     -      Que sí pesado.

     -       (...)

-          Ok. Mi cita perfecta sería contigo, a tu lado, sentada en el borde de la cama. Dejaría que los primeros rayos del sol a través de las rendijas de las persianas fijasen su mira telescópica en cada parte de mi cuerpo para que te fuese fácil seguir las señales. Un círculo aquí, otro más allá. El último en el centro del pecho. Llegar hasta mi boca sería todo un triunfo, un cúmulo de proezas. Sería el momento culminante de la alquimia. La piel erizada y ese estremecimiento que ni es por frío ni quema y…
                     
                                    A ver, habla.
                                    ¿Qué pasa? 
                                    Quieres que pare, ¿verdad?

-          (…)

-          Ok, está bien, sigo, sigo. Mi cita perfecta sería contigo. Salir cada mañana a fabricar atardeceres de algodón dulce del color del mar y de las piedras. Me dedicaría a sembrar el mundo de velas para que hallases mis ojos y sólo en ellos durmieses tus siestas. Mi cita perfecta sería contigo. A media tarde soltaríamos las amarras para que nada nos ate y sólo nos busquemos por inercia. Sin convenciones. Sin acuerdos ni dominios. Con nuestra venia. Porque mi cita perfecta sería contigo. Saldríamos al anochecer a fijar nuestras huellas en la arena para no perderlas y que sólo la espuma de las olas las adorne con el sabor de las mareas. Porque mi cita perfecta sería contigo y empezaría una noche de de cuarto creciente o de luna llena. Nuestras bocas se fundirían en un aullido mago que iría desde el suelo a nuestro universo de dunas y cometas. Con millones de ovillos de lana ataría todas y cada una de las estrellas para confeccionarte un cielo de luz y un nuevo amanecer juntos aquí, en la Tierra. Porque mi cita perfecta sería así, como ésta. Entre susurros, besos y caricias, siempre de dentro hacia fuera. A tu lado.  A tu izquierda.  

                                                    Pues eso. Así...

                                                           Perfecta.

-          (…)

-          Más que yo, no lo creo…

-     (...)

-      Porque, simplemente, no se puede.