Hay instantes que marcan. Baches en el paso del tiempo que
se graban en nuestra retina para siempre y, bueno, ni que decir tiene que pueden
llegar a cambiarnos la vida sin apenas darnos cuenta.
Era invierno, lo
recuerdo perfectamente. Apenas habíamos compartido una par de miradas después
de conocernos, hacía bien poco. Si trato de hacer memoria creo que ni siquiera
hubo presentación formal. Nuestras palabras,
sencillamente, se cruzaron un día. Cuatro, a lo sumo cinco verbos. A decir verdad, para
mí ocupabas un escaque bastante alejado. Si tengo que ser sincera cien por cien,
me resultabas lejano e inaccesible; podría llegar a decirte que incluso frío. Es
increíble sentir como un envés se convierte en haz en la vuelta de una mano. En
un abrir y cerrar de ojos. Aquello fue un batir de alas con un sentido y una
profundidad inmensa. Un momento de lucidez en medio de una nebulosa fabricada
con el humo de cientos de cigarrillos. Ahora
caigo. Todavía no había entrado en vigor
la Ley Antitabaco.
Cortés me ofreciste tu mano para caminar entre la gente; yo la
tomé confiada pensando que tu impulso me ayudaría a no caer entre aquella maraña de
pies desnortados por el alcohol. Me sujeté a ti con fuerza, crucé el muro de
miradas y me descubrí sorprendida, sin más, por tus ojos azul cielo. Sentí una
corriente que cruzaba de tu cuerpo al mío gracias a las yemas de nuestros dedos
y, aún así, sin poder ocultar mi pudor solté tu mano temiendo que aquello fuese
sólo fruto del apuro de aquel encuentro. Y seguramente así era. Me dejaste ir sin perder aquella tímida
sonrisa y sin saber que, desde aquel instante fuiste, eres y sigues siendo. Dejémoslo
ahí porque hay cosas que no tienen caso, ni pies, ni cabeza. Sólo me queda
pensar y conformarme con que fue un segundo, un instante, un momento. Un quizá.
¿Una certeza?
Un recuerdo
¿Una certeza?
Un recuerdo