domingo, 20 de enero de 2013

La memoria de las ventanas


Tanteaba la pantalla del teléfono con la misma delicadeza con la que un bebé aporrea las teclas de un Steiway. El mensaje se le resistía y la culpa no era del traqueteo del tren. Tampoco  de la distribución de las letras. Ella parecía estar  inmersa en esa especie de atolladero mental en el que entrábamos  cuando en el colegio se nos olvidaba analizar sintácticamente una frase y no sabíamos qué palabra había que morder primero.
-          No, espera, no me cuelgues por favor…
-          (…)
-          Que no, que no. Deja de escribir porque no pienso leer más mensajes. No puedo…
-          (…)
-          No me puedes hacer esto ahora. ¿No podías haberte esperado cinco minutos? Tú mismo quisiste quedar hoy, ¿a qué viene esto ahora?
-          (…)
-          No, lo siento, no quiero leerlo. No puedo. Así no. Necesito oírlo de tu boca. Quiero que seas tú el que me lo diga mirándome a los ojos y me expliques…
-          (…)
-          Que no. Por favor, te lo suplico, no me hagas esto. No me lo merezco. Espera cinco minutos, dame sólo cinco minutos más. No te estoy pidiendo tanto. Estoy en el tren, te lo juro, voy de camino. Tienes que estar viendo el tren ahora mismo…

Pero era mentira que estuviésemos llegando a su destino que era Atocha,  pues acabábamos  de dejar atrás Cuatro Vientos y, si nos poníamos escrupulosos,  desde cualquier edificio, piso, habitáculo y baldosa de Atocha era prácticamente imposible ver nuestro tren. Supuse que aquella había sido una frase sin juicio, de esas a las que recurrimos para salir del paso o rellenar algún hueco y él, sin vacilar, se habría apresurado a descorrer las cortinas. Probablemente si en ese mismo instante se asomaba a la ventana para comprobar si lo que ella le decía era cierto, estaría viendo otro cercanías diferente. Igual  sí,  pero al mismo tiempo diferente, con otro desgaste, otras vidas y otras caras. Pero para él, de aquel tren al que nada lo ataba realmente, se apearía ella, aquella chica morena de pelo rizado y más bien corto de enormes gafas oscuras, rollo alternativo y labios rojos,  a la que había intentado dejar minutos antes a través de un mensaje de what’s up.
Desde el asiento de enfrente, de espaldas a la locomotora vi dos posibilidades igual de aceptables: o bien no le daba la importancia suficiente para sentarse frente a ella y soltarle a quemarropa la verdad. Que él,  al que bauticé como Eloy,  ya no la quería o ya no sentía nada por ella o nunca la había querido o nunca había llegado a sentir nada por ella verdaderamente y que por eso había optado por un simple mensaje abreviado para dar por concluido su idilio, o bien él se sentía incapaz de sentarse a su lado y ver cómo se desmoronaba tal y como yo lo estaba viendo en aquel preciso instante.  Probablemente los lloros, las súplicas, el maquillaje corrido y los mocos cada vez más fluidos y transparentes lo habrían puesto en una situación incómoda y bastante más difícil de manejar. Se habría visto obligado a permanecer allí con ella ocupando un espacio y un tiempo, fabricando y formando parte de un recuerdo, de un momento  que pasaría a engrosar para siempre la bitácora memorística de ambos, bien juntos bien separados.   Probablemente habría contemplado la viabilidad de un desplome argumentativo y una marcha atrás resignada en sus palabras no dichas pero sí escritas,  pues nada causa tanto deterioro como ese “dime qué quieres que cambie” cuando realmente no quieres que cambie nada porque te gusta así, tal cual, pero  simplemente no sientes lo suficiente. ¿Cómo seguir adelante después de eso?
-        
  -       -  Vale, vale. Espérame. Ya llego. Hasta ahora. Adiós.

Auri, de Aurora, lo sabía y ya vaticinaba resultados. Su “adiós” era anticipado, sin énfasis. Pareció de pronto demasiado cansada y vieja para ser domingo. Desinflada. Fatigada. Se quitó las gafas y dejó sus ojos al descubierto.  Eran oscuros, casi negros. “Ya te da igual que te vean, ¿verdad?”,  pensé. Porque si para algo sirven las gafas de sol en invierno es para llorar y ver sin ser vistos y ella ya no buscaba hacerlo de espaldas. Se cruzó de brazos y piernas e inclinó cabeza y cuerpo  hacia la ventana dominada por una terrible flojera. Las ventanas siempre han sido el mejor refugio para la tristeza. Entre la parte exterior y la parte interior los cristaleros dejan siempre un pequeño hueco, por muy fino que sea el vidrio, que se encarga de absorber los pensamientos. No miramos el paisaje, ni la calle, pero tampoco escudriñamos nuestro reflejo. Nuestra lente desenfoca, cerramos los ojos  y comenzamos a mirar con la nuca, porque todo fluye, va y viene, se mezcla, avanza y retrocede, nace y muere, surge y desaparece en el interior de nuestra cabeza. Los aviones tienen, sin ningún tipo de duda, las mejores ventanas para pensar  porque están hechas con doble cristal y el hueco entre ambos vidrios es mucho mayor. ¿Cuántos pensamientos saldrían disparados de cada una de las ventanas de los miles y miles de aviones que atraviesan el mundo en caso de accidente aéreo? ¿A dónde irían? Quién sabe. Las ventanas son las cuevas mudas donde yace el génesis de las grandes decisiones y de los cambios de rumbo.
Aurora pestañeaba rápido y respiraba trabajosamente. Las lágrimas se las había ido enjugando con las mangas de su chaqueta de punto color canela.  Aletargada, cavilaba y se llevaba las manos al pecho para tantear la zona del corazón. En cada parada su cuerpo sufría una sacudida y ella volvía en sí para contabilizar las estaciones que la separaban de su pandemónium particular en uno de los paneles informativos.
-        
             - Disculpa la indiscreción pero, ¿quieres un pañuelo?- dije extendiéndole un paquete de clínex mentolados aún por estrenar. - Quédatelo si quieres. Yo tengo más.

Y ella aceptó mi ofrecimiento y mi conmiseración con una sonrisa agradecida y al mismo tiempo sangrante. “Lo quieres,- le dije con los ojos-  ¡claro que lo quieres!, no hay más que verte, pero soy yo la que te ve, la que te está viendo ahora mismo, una desconocida,  y no él, porque  él ha preferido obviarte, borrarte, y lo ha hecho por what’s up y tú has tenido que suplicarle una última conversación. Su-pli-car-le”. Ella asintió turbada, jugó un rato con su teléfono y devolvió de nuevo sus ojos al cristal.

Llegamos a su destino que también había sido el mío pero que había dejado de serlo ya. Decidí darle el lugar que él le había negado y  regalarle ese momento de camaradería e intimidad antes de la batalla. Bajaría sola, sin testigos y sin vergüenzas. “Me bajo en la siguiente. Al fin y al cabo es domingo y voy con tiempo”, pensé. Ella respiró profundamente buscando recomponerse apoyada ya contra una de las puertas automáticas. Se había entretenido un rato en recoger sus pedazos y en pegarlos de cualquier manera o, al menos, de un modo que le permitiese mantener la compostura mientras durase la tormenta. Estábamos solas en aquel vagón de cola. Atocha daba las doce.
-          
      -  Ahora no creo que los necesite, pero me los guardo para luego…- dijo esbozando una ligera sonrisa mientras se volvía para mostrarme el paquete de mentolados al tiempo que se abrían las puertas. – De verdad, gracias.

Se disipó entre la marabunta de historias que subían para más tarde descender en las siguientes estaciones que ya sí serían las mías. Cualquiera de ellas. Dejen salir antes de entrar rezaba un pequeño adhesivo en uno de los ventanales. La dejaron salir.
-          
       - De nada.

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