martes, 28 de agosto de 2012

La rosaleda del rey Midas


Menudo de altura, anchura y huesos. Ojos color almendra dulce, cabello angosto y oscuro siempre salpicado por el polvo del maíz. Mirada perdida en esencia y sumida, toda ella, en una dimensión paralela a la que sólo han de llegar los hijos de la desidia y de lo apócrifo.  

Su batería eran el odio y la inquina y nadie sabía por qué. Su madre, una anciana rechoncha,  achacosa y con el pelo del color del aceite, me comentó en un lapsus de confianza e ingravidez que su hijo nunca había conocido realmente la felicidad o, más bien, siempre había vivido en disconformidad con el oro y las estrellas que había heredado en el reparto del universo. Supe también que su cuarto siempre había apestado a bilis y a dentadura putrefacta. 

Desde niño había mostrado síntomas de neurastenia y depresión crónica. Unas veces exhibía un desdén furibundo hacia aquello que insistía en hacérsele propio y querido. Se irritaba con cualquier muestra de preocupación y cariño y buscaba fuera, en los albores de otras puertas, un arregosto más dañino que beneficioso. Otras veces, quizá las menos, se sumía en un estado casi místico y, como un péndulo que se descuelga de adelante hacia atrás, iba de mohíno a bausán pasando por un mártir de ese “buen hacer y ser” que muchas veces no se entiende como tal. Ya se sabe: abyecto en el hogar, magnánimo en casa del prójimo. 

Lo conocí del todo una misma tarde. Llovía como sólo puede llover donde las hojas verdes crujen soplonas y las cabras son pájaros que gorjean a la muerte y a la podredumbre.

Ramón era su nombre. O quizá Antonio. Tal vez también se llamaba Salvador. A decir verdad,  no lo recuerdo con exactitud. Puede que tuviese algo de los tres pues era extraño hablarle según qué horas.  Desde hacía ya mucho tiempo la botella era a Ransal (Ramón-Antonio-Salvador) lo que el fez a un otomano: pura simbología identificativa. En sus últimos años Ransal había convertido su vida en una tragicomedia salpicada de sainetes y liturgia.

Unas veces heterodoxo y enérgico, otras embalsamado y en connivencia con las normas, se había convertido en carabinero de barril y fiel soleta de taberna y casa de putas. Baco era su Dios. El vino se había convertido en una ambrosía destinada al maridaje y sustento de un cuerpo cadavérico, sumido en una profunda peste a tabaco negro...
 
 
FOTO: ALBERTO GARCÍA ALIX

miércoles, 8 de agosto de 2012

¿Caducan los yogures?

Haciendo un pequeño alto en el camino de la introspección (introversión) y la observación por el que habitualmente transita el Gato, me gustaría fijar mi atención (y la vuestra) en un hecho puntual.

Hace apenas unos días recibí una de esas llamadas que dejan mal cuerpo y cortan el aire. De manera ciertamente confusa alguien cercano a mí me retransmitía la repentina muerte de un hombre que, pese a no ser familiar, compartía ese “casi” que acompaña a esa cercanía espacio temporal de vivir en un mismo sitio desde siempre. Había sido uno de esos vecinos saludables y“hablables” que preguntan, se preocupan y, por qué no hacer caso a la intuición tan sabia a veces, se alegra o sufre con el dolor de sus paisanos.

Pues bien, este ser querido, llamémosle B, me contaba que el ya interfecto vecino, denominémosle J, había fallecido de manera repentina y abrupta y, añadía además una coletilla mágica que dio vueltas en mi cabeza durante días sucesivos: “pero ya era mayor, ¿eh?”. Esta última frase que tantas veces hemos interpolado en charlas de lo más cotidianas le otorgó a la conversación un nivel superior. De repente habíamos creado una dimensión paralela formada por dos razas en la que, no la muerte, sino el “dolor causado por” era inversamente proporcional a los años vividos. ¿A quién no le ha pasado esto alguna vez? Hay una especie de pacto atávico fruto del Derecho consuetudinario más elemental  según el cual cuanto más mayor es el protagonista del deceso menos shock, por decirlo crudamente, nos causa su muerte. Como si hablásemos de un detergente neutro. Unas medias de color carne. Se desprende así, que ya habrá vivido,padecido y disfrutado de la gran mayoría de cosas que consideramos que se deben vivir, padecer y disfrutar. De ahí que el fallecimiento de alguien que no haya vivido, padecido y disfrutado de todo aquello que el consenso dice que se debe vivir, padecer y disfrutar, nos cause mucho más impacto e impresión y, en contraposición, apostillemos con “qué lástima, con lo joven que era…”

Bien. En este caso y una vez ya finalizada mi conversación telefónica con B, mi mente se fue a posar en T, coleguilla del fallecido, compañero de charlas callejeras, de algún que otro traspié y contemporáneo del difunto J.

OK. B había hablado previamente con T (conmocionado-impactado–golpeado-herido por la repentina muerte de su amigo) y comentado el suceso exactamente de la misma forma que lo había comentado conmigo, empleando, por así decirlo, las mismas sentencias a tenor de la confianza que les proporciona el parentesco que los une (confianza que, por otro lado, implicaba también cierta inconsciencia y ligereza en el habla). T (cabizbajo- abatido-absorto y meditabundo) asiente, asevera y coincide en que, pese al dolor que le produce la muerte de su amigo, efectivamente, J era ya un hombre mayor. Lo que B ignoraba durante su conversación con nuestro octogenario receptor es que en aquel momento éste, a tenor de su expresión facial, se estaba percatando (de nuevo) y asumiendo (una vez más puesto que ya otros pajarillos de su camarilla habían ido alzando el vuelo previamente y de forma paulatina) que su condición era ya la de un anciano decrépito-vetusto-“morible”,sin otra aspiración en la vida más que esperar la llamada de San Pedro y que, probablemente, cuando esto ocurriese, otras “B’s” comentarían con R’s, P’s, Z’s y demás miembros del vecindario-abecedario que “ciertamente, T, era un hombre ya mayor”, admitiendo con ello que ya había vivido, padecido y disfrutado de todo lo que se puede vivir, padecer y disfrutar en esta vida y que, bueno, era bastante factible que ya le hubiese llegado “su hora”.

Pues sí, ahora tenemos a un hombre (T) experimentando una epifanía escalonada con una única conclusión posible: “de ahora en adelante, lo único que me queda es vivir para esperar, aguardar y hacer tiempo ante lo inevitable, esto es, la llegada de los cuatro Jinetes del Apocalipsis cual taxis libres para llevarme con bien al Reino de los Cielos”. Ahora T se encuentra en un estado de catarsis espiritual-mental-sensitiva derivada de la resignación generalizada del resto de la humanidad (a excepción de él y sus coetáneos, claro está) ante la idea de que pasados los X el advenimiento de la mortalidad es algo que se espera como el río que nace y desemboca (algo que para nosotros es una evidencia irrefutable pero para ellos es una especie de segunda adolescencia de desasosiego, rebeldía y lucha). Y, si a esto le añadimos que la ciencia acompaña, sostiene y da fe todo este ideario fruto de la observación, la experiencia y el consenso social,a T sólo le queda la depresión “pre mortem”, el inicio del proceso incubatorio de una hipocondría profunda o, inevitablemente, empezar a chochear y a experimentar una amalgama sentimental ecléctica y desquiciante durante la espera permanente e irremediable de su "fin del mundo" particular. Mayas modo on.

En base a este razonamiento, ¿pretendemos que T aplique una lógica desnuda ante la para nada atractiva idea de que él puede ser el siguiente? Y, lo que es peor, ¿pretendemos que nos dé la razón asumiendo por tanto que su desaparición de la faz de la Tierra, al igual que la de J, tampoco será considerada como fallecimiento en sí mismo, en el sentido más romántico de la palabra, sino que será calificado y asumido por todos como la muerte de la materia? ¿El clímax del método empírico? ¿Una estrella fugaz que pasa y desaparece porque ya ha vivido, padecido y disfrutado “lo suficiente” de la vida? ¿Una especie haz de luz que llega y se va? ¿Una ráfaga? ¿Un pedo?

Nosotros podemos llegar a verlo. Él tiene demasiado miedo sólo de pensar lo que le ronda.

Dejémoslo ahí porque el sendero se acorta.

Sólo me angustia una cosa. Si ambos, el fallecido y el objeto de esta reflexión, pasaban sus ociosas horas de caballeros de la orden del bastón juntos, ¿quién le queda ahora a T para tomarse el café de las mañanas, jugar al dominó, pasear durante los veranos, tiritar en los inviernos, charlar durante sus encuentros o compartir idearios y experiencias vividas, padecidas y disfrutadas? ¿Cómo explica T que a él sí le duele la muerte de su compañero y que todavía, a pesar de las apariencias, ansía-desea seguir viviendo, padeciendo y disfrutando de una vida que se le termina?

No es que delire, es que siente que, irremediablemente, su reloj de arena se va quedando vacío

La soledad lo empapa todo. Las torres van cayendo. Su (universo) (mundo) (vida) se desmorona…



…y los años siguen pasando…



Para todos.

sábado, 4 de agosto de 2012

Fue hoy...


Fue así, como te lo digo, como te lo cuento

De repente. Un día de sol.

Una mañana de verano y fiesta. De fulgor y luz como ésta. Naciente muerto sin atardecer, sin poniente.

Así lo vi, recién horneado por un crisol de hierro y nieve. Así. No te miento.

Un relente sin motivo. Un verdugo sin rostro. Una broma. Un silbido aislado entre bombas de artificio, palenque y racimo.

Fue así, tal día como hoy. Cinco años ha.

Mañana de ojos anclados al alba para no volver. Así fue. Un sábado de medio pelo. El cuarto día del mes ocho. Un madrugón de augurio, oráculo y mortaja. Un sábado menos.

Un amanecer ahogado que borró horizontes y albores. Un zumbido de abejas sin rumbo enredadas en el pelo. Los perros enmudecieron, simplemente, esperando una aurora boreal sin azufre ni encuentros.

Ocurrió de pronto, sin anestesia y a cielo abierto.

 Fue así como lo vi, es así como lo recuerdo.