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¡Ei!¿De dónde vienes a estas horas?
-- Pues, vengo... Espera
No te enfades, ¿vale?
Vengo de casa, de mi
casa. Necesitaba verla y también, por qué no decirlo, verme a mí en todos sus
espejos. Asegurarme de que sigue allí,
en el mismo enclave donde yo la dejé un día. Y allí anda todavía, aunque ahora toque
hacer como que no me doy cuenta de la palidez de sus paredes. Supongo, supuse o, más bien, quise
creer que era cosa de este invierno que está siendo un invierno de lluvias. Eso
pasa a menudo, que lloran los muros y asoma el monte por las grietas de las
piedras. Inviernos bipolares con espina bífida e hidrocefalia. Inviernos con el
colesterol alto por tener los acuíferos hasta los topes. Inviernos con asma
crónica y depresión posparto.
Como te iba diciendo, vengo de casa y me he encontrado los
cuadros con los rostros desconchados y
la talla de madera, la que colgaste en el pasillo, apenas deja entrever al
tacto su relieve. No sé de qué me
extraño porque nada se puede hacer cuando ya el desánimo te va en el nombre.
Outeiro das Penas. De la época del llanto
sólo sobreviven los regueros y las fuentes. Outeiro das Penas. Si, ya lo sé. A quién se le ocurre
ir a vivir a un sitio así, un sitio donde las inclemencias gobiernan y las
lágrimas dictan sentencia. Pues tiene su encanto, no creas. Outeiro das Penas. Ésas no son como las
meigas. Ésas viven y laten. Se retroalimentan. Ésas, las penas, pernoctan y
acampan. Respiran. Son.
Pues de ahí vengo, de abrir un poco las ventanas y, ya me
conoces, me gustan los recuerdos-souvenirs que se meten entre ceja y ceja como
esas camisetas I love que dicen amar y no aman, y perdóname otra vez por el prejuicio.
Esta vez me he traído dos. El primero de ellos es el color turquesa. Sí, pero
no cualquier turquesa. Me he traído el que tiñe el mar los días de
sol, cuando el cielo amanece salpicado
por nubes blancas como el algodón puro. No te rías porque me lo he traído de contrabando, en el
bolsillo de la chaqueta. Aquel mismo
verde agua que bordeaba las rocas haciéndolas parecer criaturas marinas descomunales
cuando era niña y también ahora que lo sigo siendo, aunque un poco menos. Esas
sombras que me devuelven a las historias de piratas y batallas a cañonazos, a
las leyendas de galeones hundidos y esqueletos con parche en el ojo buscando venganza. El almirante George Rooke seguramente me esté esperando todavía con un par de doblones para
chicles.
El otro souvenir es más bien la sensación que me ha
provocado una frase. Si yo te digo, “orgullosa desta terra, sempre verde, porque
me dixeches que era un xardín” (orgullosa de esta tierra, siempre verde, porque
me dijiste que era un jardín), ¿qué sientes?
Piénsalo, tómate unos
segundos.
Ya.
¿Ves? Algo se te ha
movido. Pues lo mismo sentí yo, que la tráquea se me hizo un ovillo. Una frase
en boca de una niña que percibe y siente la angustia de sus padres y lucha por
salir adelante al mismo tiempo que los mece de vuelta. Un “tranquila mami, que ya estoy yo aquí para
cuidarte”. Inocente. Entrañable. Genial.
Pronto volveré a por más recuerdos, no creas. Muy pronto. Mientras
tanto, ahí te dejo con el Atlántico mientras se despereza. Un poco más abajo del
fin del mundo todavía esperan las grandes naves su momento de salir a flote para escupir miles de pepitas de oro. Saben
que no hay mejor sitio para hacer noche que los labios de una mujer, por mucho
que digan, porque en la boca de la ría descansan los corsarios y los monstruos
de mar a la espera de más mañanas azul turquesa. A la espera de más noches y más días.
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¿Que de dónde vengo? He estado caminando un rato
por el jardín de arriba.