Hoy, apenas sin querer, di cobijo en mis pupilas a un texto aparentemente mágico. Si,
ya sé. Un fallo fatal, un descuido imperdonable, un latigazo con fuste de acero
que rompió mis esquemas.
La realidad era oronda y yo, terca, rechazaba lo inevitable.
Quería verlo, tocarlo y, a la vez, anhelaba
desplazarme en volandas a un mundo de ficción y desterrar aquello del rabillo
de mi ojo. Renegaba de las palabras porque solamente eran capaces de responder
en mi idioma a preguntas universales. Eso era mediocre, nefasto. Siempre había
pensado que aún quedaban por descubrir términos maravillosos capaces de definir
la perfección del Universo. Hasta ahora siempre había hecho arder vocablos en
las llamas de quién sabe qué para que estallasen en el aire sus impulsos vacíos
como fuegos de colores. Nos habíamos convertido en muñecos de cuerda siempre
con la misma cantaleta. Cada letra daba forma
a nomenclaturas e historias huecas, sin fondo ni forma, infieles a uno mismo. Infieles
mí misma.
Doné a la ciencia mi
cerebro y mi alma para que me enseñasen de nuevo a hablar y a pensar como los
centauros. Elaboré un plan para permanecer impasible, para que la fuente donde
brotan mi mundo y mis ideas se secase. Acordé con mi universo de significados
que antes totalmente loca, que completamente
cuerda. Me las ideé para recoger la fruta madura y guardarla para el
invierno de las emociones. Mejor algo que nada. Con vehemencia increpé al
viento por hacerme ver la vida distinta. Quizá sería más fácil dejarme llevar
por las palabras. Alzar el vuelo. Sucumbir.
Con furia dirigí mis odios al sol para que Helios se
consumiese lentamente. Nada de esto sirvió de nada porque dicen los
fantasmas que las palabras se las lleva el viento
Mi ira se apartó burlona para que no perdiese de vista cada
una de las líneas.
Era una carta a corazón abierto
…vacía de latidos
…hueca de significados
Autómata
Quién escribía, sin duda, miraba hacia otra parte