martes, 26 de noviembre de 2013

El desván

Es cierto. 
Recuerdo que noté una carga agotadora en el ambiente nada más entrar.

Casi fue como regresar a aquellos últimos meses de mi niñez cuando la abuela se cabreó con nosotros y nos prohibió terminantemente volver a subir allí. A mi hermano Daniel le había dado un golpe de calor jugando al escondite. Había elegido como refugio un baúl viejo hecho con cuero que mi abuelo Juan se trajo de Canadá en uno de sus viajes en el Mercury. Y ya se sabe qué pasa con el cuero...
Pues eso, que cuando volvimos a aquel desván hacía un calor de mil demonios aunque el calendario ya no marcase agosto sino diciembre.



“Mal mes para morir”, me dije. He de admitir que pensé en nosotros como una familia demasiado tétrica. Apenas habían pasado seis meses desde lo de Lilo y ya volvíamos a saborear la desgracia. A ninguno de los dos, a Dani y a mí, nos hacía demasiada ilusión volver a aquel lugar aunque fuese para dar el último adiós a nuestra abuela. Estábamos seguros de que lo de su bisnieto había terminado por matarla, por eso de los remordimientos, usted me entiende. Se sentía culpable por no haber estado cerca de los niños cuando pasó todo y no fuimos capaces de sacarla de ahí.

Pese al tiempo transcurrido y la merma inevitable de nuestras esperanzas, la policía continuaba asegurándonos que seguían investigando todas las pesquisas desde el hallazgo del cadáver de Toño a los pocos días de la desaparición de ambos pequeños. Lo encontraron semienterrado en una zona boscosa próxima. Tenían tantas líneas de investigación abiertas que nos empezaba a parecer imposible que toda aquella locura terminase tal y como nosotros deseábamos. El tipo seguía manteniendo que uno de los niños se le había escapado cuando trató de meterlos a ambos en el asiento trasero de su coche, pero no podía precisar hacia dónde: “Parecía gilipollas el cabrón- soltó jocosamente refiriéndose a Lilo en uno de los últimos interrogatorios-, se puso completamente rígido y le tuve que largar una hostia en toda la boca. El otro ya estaba dentro. Luego se fue al suelo con los dientes llenos de sangre y zafó. Se fue corriendo y yo nunca más lo vi. Se ve que los padres de hoy en día no saben cuidar de sus hijos”, zanjó en tono burlón. Se me revuelven las tripas sólo de recordarlo. Casi le parto la boca aquél día. Siempre estuvimos convencidos de que Lilo seguía enterrado en alguna otra parte o yacía en el fondo de algún pozo. No era descabellado. En el pueblo de mis abuelos siempre hubo demasiados pozos al aire libre.

Como le decía, al desván volvimos seis meses después de lo de mi sobrino. 

Y aquel baúl... 
La abuela fue terca hasta el final. Terca y tozuda. ¿Quiere que le diga una cosa? Cuando le pedíamos que abriese el baúl para que el olor a cuero no le impregnase la ropa que quería guardar en su interior, siempre respondía que "nanai", que Daniel casi se muere por dejarlo abierto. Porque una vez cerrado era imposible abrirlo desde dentro,¿sabe? Las bisagras cedían y el pasador se descolgaba y encajaba perfectamente en una pequeña ranura de hierro. Y así se quedaba aquella mole, herméticamente cerrada. Una antigualla maravillosa, desde luego.

El altillo era largo y recibía algo de aire a través de las grietas del tejado pero, aún así, olía raro después de tantos meses cerrado a cal y canto. Yo di por hecho que siempre había olido de aquel modo sólo que, simplemente, no lo recordaba. Se lo achaqué a los pájaros muertos que tantas veces nos habíamos encontrado en los huecos que quedaban entre el adobe y las bigas de madera. Fue entonces cuando mi hermano habló:

  • ¿Sabes qué, Olga?
  • Dime Dani...
  • El día que me quedé encerrado en el baúl no jugaba al escondite - me confesó con la mirada perdida, como el que busca entre recuerdos y encuentra.
  • ¿A no? ¿Y por qué te metiste entonces?
  • No quería que el abuelo me encontrase. Yo fui quien rompió aquel tocadiscos antiguo que había traído de Taiwan. Pensé que me azotaría por ello hasta que me sangrase el trasero...- rió.
  • El abuelo nunca habría hecho eso y lo sabes...- apunté mientras le acariciaba la nuca como cuando era un chiquillo.
  • Ya, ya lo sé. Supongo que de pequeño me parecía el sitio más seguro del mundo...- dijo bajando la mirada. Pensaba en Lilo, pude verlo en sus ojos. Pensaba en el sitio que hubiese elegido su hijo de nueve años para huir en una situación como la que le había tocado vivir. 


  • Salgamos ya Olga - dijo finalmente-, este lugar me pone demasiado mal.

Y no caí.


Comenzamos a cerrar de nuevo las contraventanas y no habían pasado ni dos horas cuando ya teníamos firmada la venta de la casa. Así lo quiso la abuela. Nada de malos recuerdos. “Cuando yo me vaya no quiero que volváis a poner un pie aquí. Lo importante os lo dejaré abajo para que os lo llevéis. Lo demás es para que se quede aquí con todo lo malo que nos ha pasado. Demasiada mierda para una sola casa”, nos había dicho a ambos apenas unos días después de lo sucedido.
Fue la única vez que oí a mi abuela decir una mala palabra.

Con el último rayo de sol, en un círculo de luz en medio de la habitación, pude ver cuatro moscas verdes ya muertas.... pero nunca se me ocurrió pensar en Lilo.

  • Se ve que la abuela ya no venía mucho por aquí- dije señalándolas para sacar a mi hermano de sus pensamientos.
  • Creo que llevaba meses sin subir. Era muy mayor y las piernas ya le fallaban demasiado.

No dijo más.



Quién iba a pensar que...

lunes, 8 de julio de 2013

Piratas



Vivía reencarnada.

Desde que era niña creía en una especie de libro de vidas inmemorial; una hoja de ruta de células en evolución permanente. Siempre aseguró que mientras unos descubrían continentes ella se dedicaba a la cría de camellos en Damasco. De un tiempo a esta parte, vivía como dama de harén obnubilada por el humo del tabaco negro. Creía en los espíritus buenos, veneraba más a los malos y ponía altares con velas a las almas perdidas.
Su vida era un ir y venir de grandes figuras traslúcidas del pasado.


El primer y último fantasma con el que se cruzó era el de un marinero errante que más que viejo se presumía antiguo. Un borracho vintage. Vaya por delante que apestaba a vino de cartón, pero del caro. Aquel viejo lobo de mar era pirata de prostíbulos más que de parche en el ojo. De esos guerreros de misa de ocho y vermout de fin de tarde. He de confesar que a ese tipo de piratas yo los creía extintos. Nada más lejos. Otra cosa bien distinta es que se dejen ver mucho menos. Hoy su sitio son los suburbios morales y los bares cutres con urinarios de pared. Nuevas tierras, nuevas vistas. Actualmente viven en la penumbra, entre el beso con lengua y la bofetada fría.  

Bien, pues aquel pirata fantasma era uno de esos Quijotes tan prendidos del amor como de un buen par de piernas. Corsarios de whisky doble y poemas de servilleta agradecida. Bandoleros que van de cualquier lado de la barra al extremo opuesto con la corbata enredada a los tobillos, perilla cutre y after shave para las heridas bajas.

A ella la cameló especialmente porque cuando la miraba con aquellos ojos de dandy rancio sólo podía pensar en un baile lento de perros a dos patas. 
Cuando eso ocurría ella cerraba los ojos.  La historia fue de lo más cursi durante unos cuantos meses, justo hasta que él decidió meterse de lleno en un romance exótico con un pescador somalí.
¿Cómo salvar, pues, un corazón que ya no latía?
Fue precisamente en ese roce de labios ya caduco,  donde su mente, la de ella, terminó por romperse. Y no era de extrañar, doy fe. Ella ya rondaba una de sus últimas reencarnaciones.
Por aquel entonces los que la conocíamos comenzamos a verla entrar al bar medio sonámbula y desnuda de cintura para arriba …

y para abajo.

Me contaron que al poco tiempo se le fue la cabeza del todo o algo así. Desde ese día va con las bragas por encima de los pantalones gritando a pleno pulmón que se ha reencarnado en antagónica.  


Se hace llamar "Pirata del aire".


martes, 9 de abril de 2013

Previsiones


…desde entonces te pienso y todo parece discurrir tal y como mandan las profecías, hacia adelante por inercia y de manera correcta.

De pronto me parece excepcional ese caminar errante de quien anhela y busca, de quien levanta y casi encuentra. Ese andar pausado arrastrando los pies que lleva en los talones el deseo oculto de unos labios, de un amor de carretera. Un te quiero velado, disuelto y ambiguo prendido al talón de Aquiles, oculto tras verbos de paso,  proverbios y frases sueltas.

De repente me gusta el peso de tu alma, tu esencia que es fuerte pero respira lento y, casi seguro, cierra los ojos cuando besa. Tus silencios más que tus palabras, tus pupilas que se dilatan y me encuentran;  tu sonrisa de ojos francos; tu sentido del amor y tu idea de belleza. Adoro esa pasión con la que de vez en cuando me adornas ideal y, al mismo tiempo, humana; histórica y legendaria; mortal y eterna.

Y siempre al final, sin apenas darme cuenta, echo en falta al no verla esa mirada ávida y comedida a partes iguales como bosques de fuegos fatuos en noches de densa niebla. Y extraño también tu nombre cuando no hay cerca ninguna boca ni paladar que lo acoja para darle cuerda. Y es entonces cuando trato de aguantar la respiración por si las moscas y no hay mañana, y todo termina en un “se fue y no dijo dónde ni dejó razón sobre la encimera”.

Tu luz titilante, eso me gusta de ti.

Tú, real, o tú, leyenda. 

martes, 26 de marzo de 2013

Como los peces



Que no hay mañana que no te piense.
Tampoco atardecer a cielo abierto que no te recuerde
meciendo mis labios después del sol,
como un eco inverso que en lugar de avanzar
                                                                                   frena
                                                                                                     …  y retrocede.
Al final del tiempo nos convertimos en cuatro ojos en la sombra
que se miran como cartas invertidas.
El trasluz de tu figura alada y en penumbra
 me intoxicaba el alma,  me invitaba a ver más allá.
A dudar entre vidas enteras de espaldas
o noches completas a merced de tu deriva.
                                      Transparente.    Desnuda.    Nítida.     
Y ahí sigues mientras muere la mano ilusa que toca tu puerta.
Lleva atada a su espalda una de esas soledades
que apuñalan el pensamiento y envenenan.  
Una de esas soledades de corteza dura que no desvisten y atormentan.
Qué lejos queda ya el quebrar de huesos entre las sábanas.
Qué cerca siento hoy nuestras sombras en el espejo de la inquina.
Porque no hay resquicio de vida cuando se muere dos veces.
Desnudo el amor, como desnudos los peces,
tan sólo nos quedó el silencio

                                                                     ...y su espina







viernes, 8 de marzo de 2013

Antes muerta



   
   Entonces, más vale que ordenes que me corten la cabeza.

Porque prefiero quitarme la piel y la ropa
a contarte mis deseos.
Prefiero  apagar todas las luces
y pintar eternamente las mañanas de tu boca en el lienzo de la luna,
                                               
                                               mi gran desafío.

Prefiero confabular para que el sol salga cada noche
                                
                                       en la zona de tu cuello
para poder eclipsarlo, beso a beso, con el tacto de mi cuerpo.  
Aunque tu lengua sea la patria que une cada una de mis palabras,
y la tierra que piso, tu virtud y reflejo;
tus silencios de ojos rojos,
el alféizar de mi ventana,
y tu esencia mi camino y la aldaba de mi espejo,

siempre serás,
                      también tú,
                                         
                                el veneno más letal.
                                      
                                       Mi delirio más secreto.                                                                                 

domingo, 3 de marzo de 2013

Souvenirs


-          ¡Ei!¿De dónde vienes a estas horas?
      
--            Pues, vengo... Espera

No te enfades, ¿vale?

Vengo de casa, de mi casa. Necesitaba verla y también, por qué no decirlo, verme a mí en todos sus espejos.  Asegurarme de que sigue allí, en el mismo enclave donde yo la dejé un día. Y allí anda todavía, aunque ahora toque hacer como que no me doy cuenta de la palidez de sus paredes. Supongo, supuse o, más bien, quise creer que era cosa de este invierno que está siendo un invierno de lluvias. Eso pasa a menudo, que lloran los muros y asoma el monte por las grietas de las piedras. Inviernos bipolares con espina bífida e hidrocefalia. Inviernos con el colesterol alto por tener los acuíferos hasta los topes. Inviernos con asma crónica y depresión posparto.

Como te iba diciendo, vengo de casa y me he encontrado los cuadros con los rostros  desconchados y la talla de madera, la que colgaste en el pasillo, apenas deja entrever al tacto  su relieve. No sé de qué me extraño porque nada se puede hacer cuando ya el desánimo te va en el nombre. Outeiro das Penas.  De la época del llanto sólo sobreviven los regueros y las fuentes. Outeiro das Penas. Si, ya lo sé.  A quién se le ocurre ir a vivir a un sitio así, un sitio donde las inclemencias gobiernan y las lágrimas dictan sentencia. Pues tiene su encanto, no creas.  Outeiro das Penas. Ésas no son como las meigas. Ésas viven y laten. Se retroalimentan. Ésas, las penas, pernoctan y acampan. Respiran. Son.

Pues de ahí vengo, de abrir un poco las ventanas y, ya me conoces, me gustan los recuerdos-souvenirs que se meten entre ceja y ceja como esas camisetas I love que dicen amar y no aman, y perdóname otra vez por el prejuicio. Esta vez me he traído dos. El primero de ellos es el color turquesa. Sí, pero no cualquier turquesa. Me he traído el  que tiñe el mar los días de sol,  cuando el cielo amanece salpicado por nubes blancas como el algodón puro. No te rías porque me lo he traído de contrabando,  en el bolsillo de la chaqueta.  Aquel mismo verde agua que bordeaba las rocas haciéndolas parecer criaturas marinas descomunales cuando era niña y también ahora que lo sigo siendo, aunque un poco menos. Esas sombras que me devuelven a las historias de piratas y batallas a cañonazos, a las leyendas de galeones hundidos y esqueletos con parche en el ojo buscando venganza. El almirante George Rooke seguramente me esté esperando todavía con un par de doblones para chicles.
El otro souvenir es más bien la sensación que me ha provocado una frase.  Si yo te digo,  “orgullosa desta terra, sempre verde, porque me dixeches que era un xardín” (orgullosa de esta tierra, siempre verde, porque me dijiste que era un jardín), ¿qué sientes?

Piénsalo, tómate unos segundos.

 Ya.
 ¿Ves? Algo se te ha movido. Pues lo mismo sentí yo, que la tráquea se me hizo un ovillo. Una frase en boca de una niña que percibe y siente la angustia de sus padres y lucha por salir adelante al mismo tiempo que los mece de vuelta.  Un “tranquila mami, que ya estoy yo aquí para cuidarte”. Inocente. Entrañable. Genial.  

Pronto volveré a por más recuerdos, no creas. Muy pronto. Mientras tanto,  ahí te dejo con el Atlántico  mientras se despereza. Un poco más abajo del fin del mundo todavía esperan las grandes naves su momento de salir a flote para escupir miles de pepitas de oro.  Saben que no hay mejor sitio para hacer noche que los labios de una mujer, por mucho que digan, porque en la boca de la ría descansan los corsarios y los monstruos de mar a la espera de más mañanas azul turquesa. A la espera de más noches y más días.

-          ¿Que de dónde vengo? He estado caminando un rato por el jardín de arriba.

domingo, 17 de febrero de 2013

París en fase REM



No fue mucho tiempo, apenas unos minutos de semiinconsciencia. ¿El lugar? París. Si, si, París.

La ciudad de la luz y del amor y, casi con total seguridad, la última ciudad que yo hubiese escogido para un paseo a media tarde. Pero ahí estábamos los dos sin saber por qué, caminando el uno junto al otro sendero arriba jugando a hacer equilibrios sobre un grueso muro de piedra cubierto de musgo. Se había empeñado en mostrarme el mundo. La torre Eiffel, más pequeña que nunca en aquel atardecer,  pasó a ser una madeja de hierro deforme plagada de puntos de luz y bombillas fundidas. Instintivamente busqué su mano, cerré los ojos y pensé en el apocalipsis. El ambiente, sin embargo no olía demasiado a catástrofe. Podía inferirse la torre y su vieja forma a partir de aquella especie de cuadrícula fantasma en la que no crecía la hierba y, en un abrir y cerrar de ojos, aquel  ovillo metálico tomó la forma de un viejo barco de guerra y fue el caballo de Troya. No había Campos Elíseos ni monumento alguno al Triunfo o la Concordia. Mi París era diferente al que todos guardan en su memoria fotográfica y sensorial. Diferente también al suyo, al de él, que venía también de una urbe y en verano chapoteaba en el asfalto.

Cuando llegamos a la zona más alta del monte la torre volvía a erguirse imponente y llena de luz a nuestras espaldas haciendo que parpadease la noche. Orgullosa e impecable, su figura resaltaba todavía más en aquel entorno de foresta y mar en calma.  Permanecimos largo rato sin hablar contemplando cómo la marea deformaba a su antojo el reflejo de la luna sobre las ondas. Ya no estábamos en París y el monumento férreo se había convertido en una torre de alta tensión elegante y coqueta. No tardé en reconocer un lugar que, hasta entonces, había permanecido arrinconado en el cajón de mi infancia con miles de recortes y hojas sueltas. Una playa, un puente y un pedazo de tierra que, como un cuerpo desnudo, se adentra con sigilo en el agua por la noche para no despertar a las almas que descansan tras la muerte en la pequeña isla.  Allí seguían las mismas rocas y los mismos árboles a los que me encaramaba para saludar a los aviones. Los acompañaban ahora miles de pequeños faroles plateados anclados al cielo. Y caí. Recordé que, siendo niña, subía hasta allí cuando hacía frío para que me purgase el aire del mar. Suerte que siempre están pendientes el subconsciente y los sueños de recordar y enlazar pasado y presente…y futuro.

Me había olvidado de que también en el fin del mundo, cuando se hace de noche, alguien se preocupa de encender todas las luces. 

viernes, 1 de febrero de 2013

Lucha de gigantes


…y en el fondo aprendes a quererla, al menos un poquito más. A la gente, quiero decir. Y es que, a pesar de que hay ocasiones, las más seguramente, en las que te entran ganas de irrumpir por doquier a mamporrazo limpio para borrar ciertas caras de la faz de la tierra y dedicar el resto de tu vida a la orfebrería dental, hay momentos del tú a tú en los que un gesto involuntario o una simple mirada al azar puede convertirse en el arma más destructiva y mortífera  sobre la faz tierra. Lástima que nadie se dedique a lanzar este tipo de armamento desde los aviones, seguramente nos iría mejor en muchos aspectos.

La cosa está cruda. Hemos llegado a un terreno demasiado árido y todo cuanto se dice o escribe de un tiempo a esta parte es como predicar el desierto. Nada enraíza. Tampoco nada resulta increíble para nadie porque, simple y llanamente, ya no nos espantamos con nada. Las líneas de demarcación entre ficción y no ficción desaparecen con la goma de las corrupciones, los suicidios y la injusticia social.  Cada historia que nos cuentan o se destapa, ya no nos mueve el pellejo,  al menos ya no tanto como antes. Y no porque nos importe menos, ojo, sino porque es siempre más de lo mismo y al final el que no se ha acorazado,  ha encallecido el corazón para asumir más fácilmente que “es lo que hay” y poder  sobrellevar las penurias como buenamente se le permite sobrellevarlas.
Pero cuando ya te has rendido un poco al ver que los que viven en el piso de arriba se ríen viendo cómo rebuscas en la basura por el puro placer y gozo de llevarte algo a la boca, al menos,  un par de veces al día, aterriza un matrimonio de ancianos con sus caras arrugadas y entrañables y te enseñan que lo que ellos creían que iba a ser la vida, en realidad ya no lo es ni lo será nunca. Que son ellos los que siguen tirando p’alante en un mundo que, en ocasiones, les viene ya demasiado grande si nos ponemos a pensar que antes, a su edad, el siguiente paso era jubilarse para poner las piernas en alto y recoger los frutos de muchos años de trabajo y sacrificio.


-          Señorita, por favor, ¿podría usted decirme dónde puedo encontrar los servicios? Es que llevamos un rato ya dando vueltas y en este sitio tan enorme tendría que haber  unos cuantos…”

 Y, en efecto, había unos cuantos, pero no me iba a poner a enumerárselos todos para que no cometiesen el mismo error a próxima vez. Ante personas de ese bagaje soy de las que prefiere callar, guardar respeto y un tributo sutil. Así que me limité a señalarles los toilettes más cercanos. En cosa de diez minutos y, aprovechando esa especie de  hilillo de confianza que tejen entre unos y otros las urgencias fisiológicas por el hecho de ser comunes e inevitables,  volvió la mujer sobre sus pasos con un nuevo dilema: le había resultado imposible encontrar unos pantalones adecuados para su marido, (porque “adecuados”, a día de hoy, contempla más matices que antes) el caballero calvo, menudo, enjuto y pálido que caminaba a su lado sin decir palabra mirando a todas partes  con los ojos abiertos como platos y una operación reciente de oído según pude saber después. Finalmente, los tres llegamos a la conclusión clara e irrebatible de que las tiendas que no eran para jóvenes,  les eran económicamente inaccesibles o no tenían el tipo de prendas que ellos buscaban, así que optamos por dejar el tema en el aire a la espera del mercadillo de los martes. 

Sin embargo, había un tercer dilema que ellos habían ido relegando por pudor y por vergüenza y  fue el que hizo que moralmente me viniese abajo: aquel matrimonio de edad avanzada tenía también una nieta, al menos una oficial para mí, y aquella nieta, que cursaba quinto de primaria con unos cuantos nietos más de matrimonios como el que yo tenía enfrente, era, además de nieta, hija de otro matrimonio parado y sin hogar desde hacía más de cuatro meses. Pues bien,  aquella niña les había dado a escondidas a sus abuelos, con los que ahora convivía,  el título de un libro de lectura que le habían solicitado en el colegio al inicio del curso. Esta vez fue él, el caballero de la operación de oído, el que se guardó la vergüenza y los pudores en el bolsillo para sacar del otro la cartera donde guardaba, bien doblado, el papel azul con el título del texto que la pequeña le había dado a hurtadillas.
            
-          No sé si nos puede usted ayudar también con esto pero,  ¿sabe dónde puedo comprar este libro? – preguntó el hombre a la vez que me mostraba la nota azul-. Es que mi nieta ya me ha venido llorando pidiendo que por favor se lo compre y, señorita,  mi hija no me había comentado nada, ¿sabe? Yo tampoco sabía que a la niña la estaban regañando por no llevarlo. Parece que tendría que haberlo comprado en octubre y ahora es la única que no lo tiene pero, como usted comprenderá, no tenía mi hija la cabeza en el libro …”

Y a lo mejor su hija no recordaba el nombre como tampoco yo soy capaz de recordarlo ahora. Todavía en su presencia desempolvé un refrán de mi tierra: “agora de vello, gaiteiro” (ahora de viejo, gaitero),  tan chusco en otras circunstancias si se adorna con cierta retranca, y no pude evitar sentir verdadera admiración por la vehemencia de aquel hombre y de aquella mujer que empezaban a resignarse a vivir una realidad invertida. De  aquella pareja que luego fue un matrimonio de tantos y más tarde el papá y la mamá de una hija. Por aquellos suegros de un yerno y abuelos de una nieta que ahora, como niña que era, lloraba por un libro que le hacía falta y no podía tener porque sus padres carecían de lo que a otros,  por la simple razón de SÍ creerse con el derecho de vivir por encima de sus posibilidades,  les sale por las orejas. Tengo que reconocer que me sentí demasiado pequeña, más, incluso, de lo que ya soy. Hay corazones demasiado grandes.

“No queremos ni pensar qué será de ellos si faltamos y esto no mejora”

“No vale la pena pensarlo”, les dije, “esto tiene que ir a mejor, ya verán”. Sólo espero no haberles mentido o, al menos, no demasiado.

Mientras los veía alejarse me vino a la cabeza  la voz de aquel Antonio Vega doblegado e íntimo,  “me da miedo la enormidad donde nadie oye mi voz”. También la frase de Manuel Rivas en boca del Doctor Da Barca en “El lápiz del carpintero”: “se le ha caído el corazón al suelo, colega”. Últimamente los corazones han empezado a bajar hasta las alcantarillas, me temo. Pero no se puede caer un corazón que nunca ha estado encima de ninguna parte, igual que no se puede matar lo que nunca ha estado vivo  o perder lo que nunca ha sido de uno. Lo que sigue, ya en boca del personaje de Gengis Khan es, para mí, una de las mejores escenas de la película homónima:

“Si señor. Con tres cojones”.  A sus pies abuelos.

martes, 29 de enero de 2013

?


La nuestra fue una historia tan secreta que se nos acostumbraron los ojos a ver a oscuras. 

Aprendimos como nadie a dibujarnos con las manos y a pintarnos de memoria.  Nos mirábamos a ciegas. Cada caricia era un trazo en el lienzo de cientos de noches a escondidas. Cada beso, la pregunta trampa sobre el lenguaje universal de los deseos y las penas.  Nuestras palabras eran colillas lanzadas a tientas rodando a sus anchas por el colchón y éste, deshilachado y roto, aguantaba el chaparrón de alientos y susurros en contacto directo con la tierra. 

Tú eras la princesa y yo el gato sin pellejo. Temí que para ti fuese un problema eso de dormir en mi destierro, en aquella intemperie de bombillas mohosas carente de sábanas. Tú te limitaste sonreír y saliste a comprar un reloj y unas cuantas velas. Aquella mugre no te importó demasiado porque la nuestra nunca fue una de esas bonitas historias que nacen para ser contadas. Al fin y al cabo, ¿qué más dan el somier y las sábanas cuando dos cuerpos reconocen que se aman?

Dime, a ti y a mí, ¿qué más nos daba si únicamente fuimos la huella de cada noche en la rompiente de la mañana? 

jueves, 24 de enero de 2013

No hay más


Escucha. Ya está. No pasa nada. No le busques más explicaciones. Nos hemos convertido en miel y arena.
No sé, es extraño. Ya no busco tu cuerpo al umbral del sueño. No te echo de menos a mi lado y hoy sólo veo  un hueco vacío donde antes dolía tu ausencia. 
Ya no te observo narcotizada durante mis vigilias. Divago más y, ¿sabes?, también he empezado a contar ovejas. Soy una insomne trashumante, traspapelada y también lisiada aunque un poco más cuerda. Y sé que a ti te pasa igual así que no te apenes.
Ya está. No hay más. Asumámoslo y salgamos a tomar el aire porque no hay culpables. El amor se nos quedó obsoleto. No tienes que darle más vueltas.
Ya sólo somos dos almas sin ritmo, descuadradas y descompuestas. Incompatibles. Dos cámaras acorazadas a la deriva en un mar de histerias. Es lo que tiene ser del mismo signo, ¿verdad? Lo que tú buscabas nunca lo tuve conmigo y tú nunca fuiste mi centro de la tierra.
Mira, ven,  ¿lo notas? Me duele tu abrazo. Fíjate, ¿ves?  Es como si ya no supiésemos besarnos.  No nos acompaña la lengua. Porque hablamos bajito y a destiempo y luego vamos recogiendo las palabras del suelo, como víctimas de guerra. Ya no encuentro tu cintura y mis manos no te recuerdan.Con cada caricia ya sólo sabemos arrancarnos la piel. Desde los balcones que daban a nuestros sueños nadie nos observa.

No hay más. Matemos esto aquí, hoy mismo.

Aquí se queda. Vamos a fumarnos un cigarro.

Parece que corre algo de brisa fuera.  

domingo, 20 de enero de 2013

La memoria de las ventanas


Tanteaba la pantalla del teléfono con la misma delicadeza con la que un bebé aporrea las teclas de un Steiway. El mensaje se le resistía y la culpa no era del traqueteo del tren. Tampoco  de la distribución de las letras. Ella parecía estar  inmersa en esa especie de atolladero mental en el que entrábamos  cuando en el colegio se nos olvidaba analizar sintácticamente una frase y no sabíamos qué palabra había que morder primero.
-          No, espera, no me cuelgues por favor…
-          (…)
-          Que no, que no. Deja de escribir porque no pienso leer más mensajes. No puedo…
-          (…)
-          No me puedes hacer esto ahora. ¿No podías haberte esperado cinco minutos? Tú mismo quisiste quedar hoy, ¿a qué viene esto ahora?
-          (…)
-          No, lo siento, no quiero leerlo. No puedo. Así no. Necesito oírlo de tu boca. Quiero que seas tú el que me lo diga mirándome a los ojos y me expliques…
-          (…)
-          Que no. Por favor, te lo suplico, no me hagas esto. No me lo merezco. Espera cinco minutos, dame sólo cinco minutos más. No te estoy pidiendo tanto. Estoy en el tren, te lo juro, voy de camino. Tienes que estar viendo el tren ahora mismo…

Pero era mentira que estuviésemos llegando a su destino que era Atocha,  pues acabábamos  de dejar atrás Cuatro Vientos y, si nos poníamos escrupulosos,  desde cualquier edificio, piso, habitáculo y baldosa de Atocha era prácticamente imposible ver nuestro tren. Supuse que aquella había sido una frase sin juicio, de esas a las que recurrimos para salir del paso o rellenar algún hueco y él, sin vacilar, se habría apresurado a descorrer las cortinas. Probablemente si en ese mismo instante se asomaba a la ventana para comprobar si lo que ella le decía era cierto, estaría viendo otro cercanías diferente. Igual  sí,  pero al mismo tiempo diferente, con otro desgaste, otras vidas y otras caras. Pero para él, de aquel tren al que nada lo ataba realmente, se apearía ella, aquella chica morena de pelo rizado y más bien corto de enormes gafas oscuras, rollo alternativo y labios rojos,  a la que había intentado dejar minutos antes a través de un mensaje de what’s up.
Desde el asiento de enfrente, de espaldas a la locomotora vi dos posibilidades igual de aceptables: o bien no le daba la importancia suficiente para sentarse frente a ella y soltarle a quemarropa la verdad. Que él,  al que bauticé como Eloy,  ya no la quería o ya no sentía nada por ella o nunca la había querido o nunca había llegado a sentir nada por ella verdaderamente y que por eso había optado por un simple mensaje abreviado para dar por concluido su idilio, o bien él se sentía incapaz de sentarse a su lado y ver cómo se desmoronaba tal y como yo lo estaba viendo en aquel preciso instante.  Probablemente los lloros, las súplicas, el maquillaje corrido y los mocos cada vez más fluidos y transparentes lo habrían puesto en una situación incómoda y bastante más difícil de manejar. Se habría visto obligado a permanecer allí con ella ocupando un espacio y un tiempo, fabricando y formando parte de un recuerdo, de un momento  que pasaría a engrosar para siempre la bitácora memorística de ambos, bien juntos bien separados.   Probablemente habría contemplado la viabilidad de un desplome argumentativo y una marcha atrás resignada en sus palabras no dichas pero sí escritas,  pues nada causa tanto deterioro como ese “dime qué quieres que cambie” cuando realmente no quieres que cambie nada porque te gusta así, tal cual, pero  simplemente no sientes lo suficiente. ¿Cómo seguir adelante después de eso?
-        
  -       -  Vale, vale. Espérame. Ya llego. Hasta ahora. Adiós.

Auri, de Aurora, lo sabía y ya vaticinaba resultados. Su “adiós” era anticipado, sin énfasis. Pareció de pronto demasiado cansada y vieja para ser domingo. Desinflada. Fatigada. Se quitó las gafas y dejó sus ojos al descubierto.  Eran oscuros, casi negros. “Ya te da igual que te vean, ¿verdad?”,  pensé. Porque si para algo sirven las gafas de sol en invierno es para llorar y ver sin ser vistos y ella ya no buscaba hacerlo de espaldas. Se cruzó de brazos y piernas e inclinó cabeza y cuerpo  hacia la ventana dominada por una terrible flojera. Las ventanas siempre han sido el mejor refugio para la tristeza. Entre la parte exterior y la parte interior los cristaleros dejan siempre un pequeño hueco, por muy fino que sea el vidrio, que se encarga de absorber los pensamientos. No miramos el paisaje, ni la calle, pero tampoco escudriñamos nuestro reflejo. Nuestra lente desenfoca, cerramos los ojos  y comenzamos a mirar con la nuca, porque todo fluye, va y viene, se mezcla, avanza y retrocede, nace y muere, surge y desaparece en el interior de nuestra cabeza. Los aviones tienen, sin ningún tipo de duda, las mejores ventanas para pensar  porque están hechas con doble cristal y el hueco entre ambos vidrios es mucho mayor. ¿Cuántos pensamientos saldrían disparados de cada una de las ventanas de los miles y miles de aviones que atraviesan el mundo en caso de accidente aéreo? ¿A dónde irían? Quién sabe. Las ventanas son las cuevas mudas donde yace el génesis de las grandes decisiones y de los cambios de rumbo.
Aurora pestañeaba rápido y respiraba trabajosamente. Las lágrimas se las había ido enjugando con las mangas de su chaqueta de punto color canela.  Aletargada, cavilaba y se llevaba las manos al pecho para tantear la zona del corazón. En cada parada su cuerpo sufría una sacudida y ella volvía en sí para contabilizar las estaciones que la separaban de su pandemónium particular en uno de los paneles informativos.
-        
             - Disculpa la indiscreción pero, ¿quieres un pañuelo?- dije extendiéndole un paquete de clínex mentolados aún por estrenar. - Quédatelo si quieres. Yo tengo más.

Y ella aceptó mi ofrecimiento y mi conmiseración con una sonrisa agradecida y al mismo tiempo sangrante. “Lo quieres,- le dije con los ojos-  ¡claro que lo quieres!, no hay más que verte, pero soy yo la que te ve, la que te está viendo ahora mismo, una desconocida,  y no él, porque  él ha preferido obviarte, borrarte, y lo ha hecho por what’s up y tú has tenido que suplicarle una última conversación. Su-pli-car-le”. Ella asintió turbada, jugó un rato con su teléfono y devolvió de nuevo sus ojos al cristal.

Llegamos a su destino que también había sido el mío pero que había dejado de serlo ya. Decidí darle el lugar que él le había negado y  regalarle ese momento de camaradería e intimidad antes de la batalla. Bajaría sola, sin testigos y sin vergüenzas. “Me bajo en la siguiente. Al fin y al cabo es domingo y voy con tiempo”, pensé. Ella respiró profundamente buscando recomponerse apoyada ya contra una de las puertas automáticas. Se había entretenido un rato en recoger sus pedazos y en pegarlos de cualquier manera o, al menos, de un modo que le permitiese mantener la compostura mientras durase la tormenta. Estábamos solas en aquel vagón de cola. Atocha daba las doce.
-          
      -  Ahora no creo que los necesite, pero me los guardo para luego…- dijo esbozando una ligera sonrisa mientras se volvía para mostrarme el paquete de mentolados al tiempo que se abrían las puertas. – De verdad, gracias.

Se disipó entre la marabunta de historias que subían para más tarde descender en las siguientes estaciones que ya sí serían las mías. Cualquiera de ellas. Dejen salir antes de entrar rezaba un pequeño adhesivo en uno de los ventanales. La dejaron salir.
-          
       - De nada.

domingo, 13 de enero de 2013

O ceo da morte

Esa lúa chea que preside os soños e alumea os ventos.
Ese lóstrego que remexe nos cantos das rochas e das lendas,
que aviva e nutre as soidades e os lamentos.
Ese axóuxere de auga salgada que esnaquiza pasado e futuro,
que volve e marcha levando e traendo area.
Eses ollos tristes da cor do mel
que choran pola escuridade, a dor e as miserias.
Mira cómo rosman os grandes deuses sobre as ondas,
cómo acordan enfiar as agullas entre das malas herbas.
Alén do mar uns ollos vellos e cansados
pídenlle ás constelacións unha chuvia de estrelas.
Na fin da vida piando baixiño,
morrendo por un anaco do ceo na terra.
 
(Esa luna llena que preside los sueños e ilumina los vientos.
Ese relámpago que remueve en los cantos de las rocas y de las leyendas,
que aviva y nutre la soledad y los lamentos.
Ese sonajero de agua salada que destroza pasado y futuro,
que viene y va llevando y trayendo arena.
Esos ojos tristes del color de la miel
que lloran por la oscuridad, el dolor y las miserias.
Mira cómo rezongan los grandes dioses sobre las olas,
cómo acuerdan enhebrar las agujas entre las malas hierbas.
Más allá del mar unos ojos viejos y cansados
le piden a las constelaciones una lluvia de estrellas.
En el fin de la vida piando bajito,
muriendo por un pedazo del cielo en la tierra.)

miércoles, 9 de enero de 2013

El piloto rojo



A ella le gustaba comparar el tono de su voz con un terrón de azúcar, solubles ambos e igual de dulces. Porque Martín poseía una voz que sonaba aún mejor diluida en agua.  A veces, sobre todo en los meses de frío,  las vibraciones desaparecían al primer contacto con el aire como el humo de un cigarrillo a punto de apagarse. Una esquirla suelta que moría en una línea horizontal y paralela al suelo. El suyo era uno de esos timbres que nacen directamente de los pulmones para desaparecer en el pecho de todo aquel que la oye como una  verdad que por no decirla se nos muere dentro.
Sus ojos no la traicionaban. Era Martín. El golpe le dio de lleno en los maxilares.

Ocurrió como siempre había visto en las películas. Volvió al momento en que se conocieron y reparó en lo poco que se había fijado en él. O nada.  La primera toma de contacto fue  huidiza, casi de manual. Presentaciones a cargo de una tercera persona que los introdujo a ambos e irremediablemente los sembró al uno en el otro elevándolos, tal vez, un poco más. Ese alguien que les brindó cierta pompa. Un nombre, el de él. Otro nombre, el de ella. Martín. Cristina. Un “¿Qué tal?” sobrio y al mismo tiempo austero suelto en el aire sin pedir ni exigir respuesta.  Dos besos. Una sonrisa mutua y cordial. Ya.

Al rato ella tratando de recordar los rasgos de él forzando una imagen que todavía manchaba de tinta.  Cuanto más concienzuda era su batalla contra la memoria más se le escapaba él obedeciendo a esa ley que dicta que las remembranzas viven a su aire y se dejan caer cuando quieren. Recordó también  haber sentido cierta vergüenza por ello. Temía no  reconocerlo en caso de volver a cruzárselo nuevamente. Cayó además en que, al principio, no había reparado nunca en que faltase o estuviese. Le daba igual.  No le importaba no verlo y, si lo veía pues, oye, muy bien. Regresó al día que le picó el gusanillo de su nombre. Aquella frase maldita, “¿pero tú lo has visto bien?” que, efectivamente, la hizo ver bien y enamorarse. Una conversación descuidada que, como un café bien amargo, le abría los ojos y las ganas. Una charla irreverente, reveladora y catastrófica al mismo tiempo pues,  a partir de  sería como un plato de ostras. Y Cris era alérgica a las ostras. Se le hinchaba la cara y el pecho se le llenaba manchas y ronchas. Él sería, aunque en ese momento todavía lo ignoraba, como una de esas ostras que hacían que se le inflamaran los párpados. Quizá la peor ostra de la historia de las ostras. Se asustó pensando en cómo aquellas seis palabras unidas de manera casual pero intencionada la habían llevado a buscarlo por un terreno vedado donde él ya paseaba abrazado a alguien,  felizmente inmerso en ese fluir intenso de energías que se desprende de los cuerpos enamorados. Y se odió todavía más al recordarlo así y verlo ahora en la misma calle asido a otra mano. Apoyado. Guiando y dejándose guiar. Amando.

Ella, que había sucumbido a él y a sus juegos, veía ahora todo aquello como una tela de araña mojada a punto de romperse en el centro. ¿Promesas? ¿Y qué importaban las promesas ahora? Las promesas se habían convertido en hilos deformes que la habían mantenido enganchada hasta ese día.  Hasta ese preciso instante en que pudo comprobar con sus propios ojos que no era ella el objeto de un” podríamos quedar” o de ese sutil y mágico “tengo ganas de verte”; tampoco de un tierno “me gustas” ni de la sensualidad de un  “me muero de ganas de besarte”. Mucho menos de ese “te quiero” odioso que le era ahora tan ajeno y tanto se le había resistido. Ahora lo sabía.

Pues allí estaba Cris, de Cristina, al otro lado de la plaza, a la vista de todos y de nadie, a la vista de ella misma, con el piloto rojo encendido, deseando sobre todas las cosas ser esa otra que no era otra porque la otra era ella, Cris, y no Nuria, la dueña de la mano asida, y deseando a la vez no serlo, para tener plena libertad de maldecirlo también a él, a Martín, sin ningún tipo de tapujo ni reparo. Odiar sin culpas a aquel chico a todas luces hombre de mirada nostálgica y con una fuerte tendencia a la melancolía y a la mentira. Ahora lo sabía. Aquella mueca risueña hecha para la serenidad y el acune. Para la calma y el desarme. Por lo visto también para el embuste. Aquellos ojos de niño errante que ya no lo era porque paseaban de la mano de otra que no era otra porque la otra era ella, la chica a la que un puñado de ostras le habían perforado estómago, alma y gaznate.

Y regresó de nuevo el día en que lo vio por primera vez aunque sólo fuese  para volver a olvidar su cara y se odió por dentro por recordarlo tanto y dejarse llevar por seis  simples palabras y le dolió el pecho y la lengua se le puso azul y después nácar y cruzó la calle sin mirar ni ver y se oyó un ruido seco como el de un quebrar de huesos ...
Se despidió del asfalto con un beso en una última muestra de amor despistada. Saboreó alquitrán duro sin darse cuenta de cómo sus zapatos, aún tibios, rodaban en estado de anarquía por el suelo de la plaza.

La vieron inmóvil y paralela al cielo. La vieron helada.