martes, 26 de noviembre de 2013

El desván

Es cierto. 
Recuerdo que noté una carga agotadora en el ambiente nada más entrar.

Casi fue como regresar a aquellos últimos meses de mi niñez cuando la abuela se cabreó con nosotros y nos prohibió terminantemente volver a subir allí. A mi hermano Daniel le había dado un golpe de calor jugando al escondite. Había elegido como refugio un baúl viejo hecho con cuero que mi abuelo Juan se trajo de Canadá en uno de sus viajes en el Mercury. Y ya se sabe qué pasa con el cuero...
Pues eso, que cuando volvimos a aquel desván hacía un calor de mil demonios aunque el calendario ya no marcase agosto sino diciembre.



“Mal mes para morir”, me dije. He de admitir que pensé en nosotros como una familia demasiado tétrica. Apenas habían pasado seis meses desde lo de Lilo y ya volvíamos a saborear la desgracia. A ninguno de los dos, a Dani y a mí, nos hacía demasiada ilusión volver a aquel lugar aunque fuese para dar el último adiós a nuestra abuela. Estábamos seguros de que lo de su bisnieto había terminado por matarla, por eso de los remordimientos, usted me entiende. Se sentía culpable por no haber estado cerca de los niños cuando pasó todo y no fuimos capaces de sacarla de ahí.

Pese al tiempo transcurrido y la merma inevitable de nuestras esperanzas, la policía continuaba asegurándonos que seguían investigando todas las pesquisas desde el hallazgo del cadáver de Toño a los pocos días de la desaparición de ambos pequeños. Lo encontraron semienterrado en una zona boscosa próxima. Tenían tantas líneas de investigación abiertas que nos empezaba a parecer imposible que toda aquella locura terminase tal y como nosotros deseábamos. El tipo seguía manteniendo que uno de los niños se le había escapado cuando trató de meterlos a ambos en el asiento trasero de su coche, pero no podía precisar hacia dónde: “Parecía gilipollas el cabrón- soltó jocosamente refiriéndose a Lilo en uno de los últimos interrogatorios-, se puso completamente rígido y le tuve que largar una hostia en toda la boca. El otro ya estaba dentro. Luego se fue al suelo con los dientes llenos de sangre y zafó. Se fue corriendo y yo nunca más lo vi. Se ve que los padres de hoy en día no saben cuidar de sus hijos”, zanjó en tono burlón. Se me revuelven las tripas sólo de recordarlo. Casi le parto la boca aquél día. Siempre estuvimos convencidos de que Lilo seguía enterrado en alguna otra parte o yacía en el fondo de algún pozo. No era descabellado. En el pueblo de mis abuelos siempre hubo demasiados pozos al aire libre.

Como le decía, al desván volvimos seis meses después de lo de mi sobrino. 

Y aquel baúl... 
La abuela fue terca hasta el final. Terca y tozuda. ¿Quiere que le diga una cosa? Cuando le pedíamos que abriese el baúl para que el olor a cuero no le impregnase la ropa que quería guardar en su interior, siempre respondía que "nanai", que Daniel casi se muere por dejarlo abierto. Porque una vez cerrado era imposible abrirlo desde dentro,¿sabe? Las bisagras cedían y el pasador se descolgaba y encajaba perfectamente en una pequeña ranura de hierro. Y así se quedaba aquella mole, herméticamente cerrada. Una antigualla maravillosa, desde luego.

El altillo era largo y recibía algo de aire a través de las grietas del tejado pero, aún así, olía raro después de tantos meses cerrado a cal y canto. Yo di por hecho que siempre había olido de aquel modo sólo que, simplemente, no lo recordaba. Se lo achaqué a los pájaros muertos que tantas veces nos habíamos encontrado en los huecos que quedaban entre el adobe y las bigas de madera. Fue entonces cuando mi hermano habló:

  • ¿Sabes qué, Olga?
  • Dime Dani...
  • El día que me quedé encerrado en el baúl no jugaba al escondite - me confesó con la mirada perdida, como el que busca entre recuerdos y encuentra.
  • ¿A no? ¿Y por qué te metiste entonces?
  • No quería que el abuelo me encontrase. Yo fui quien rompió aquel tocadiscos antiguo que había traído de Taiwan. Pensé que me azotaría por ello hasta que me sangrase el trasero...- rió.
  • El abuelo nunca habría hecho eso y lo sabes...- apunté mientras le acariciaba la nuca como cuando era un chiquillo.
  • Ya, ya lo sé. Supongo que de pequeño me parecía el sitio más seguro del mundo...- dijo bajando la mirada. Pensaba en Lilo, pude verlo en sus ojos. Pensaba en el sitio que hubiese elegido su hijo de nueve años para huir en una situación como la que le había tocado vivir. 


  • Salgamos ya Olga - dijo finalmente-, este lugar me pone demasiado mal.

Y no caí.


Comenzamos a cerrar de nuevo las contraventanas y no habían pasado ni dos horas cuando ya teníamos firmada la venta de la casa. Así lo quiso la abuela. Nada de malos recuerdos. “Cuando yo me vaya no quiero que volváis a poner un pie aquí. Lo importante os lo dejaré abajo para que os lo llevéis. Lo demás es para que se quede aquí con todo lo malo que nos ha pasado. Demasiada mierda para una sola casa”, nos había dicho a ambos apenas unos días después de lo sucedido.
Fue la única vez que oí a mi abuela decir una mala palabra.

Con el último rayo de sol, en un círculo de luz en medio de la habitación, pude ver cuatro moscas verdes ya muertas.... pero nunca se me ocurrió pensar en Lilo.

  • Se ve que la abuela ya no venía mucho por aquí- dije señalándolas para sacar a mi hermano de sus pensamientos.
  • Creo que llevaba meses sin subir. Era muy mayor y las piernas ya le fallaban demasiado.

No dijo más.



Quién iba a pensar que...

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