Tanteaba la pantalla del teléfono con la misma delicadeza
con la que un bebé aporrea las teclas de un Steiway. El mensaje se le resistía
y la culpa no era del traqueteo del tren. Tampoco de la distribución de las letras. Ella parecía
estar inmersa en esa especie de atolladero
mental en el que entrábamos cuando en el
colegio se nos olvidaba analizar sintácticamente una frase y no sabíamos qué
palabra había que morder primero.
-
No, espera, no me cuelgues por favor…
-
(…)
-
Que no, que no. Deja de escribir porque no
pienso leer más mensajes. No puedo…
-
(…)
-
No me puedes hacer esto ahora. ¿No podías haberte
esperado cinco minutos? Tú mismo quisiste quedar hoy, ¿a qué viene esto ahora?
-
(…)
-
No, lo siento, no quiero leerlo. No puedo. Así no.
Necesito oírlo de tu boca. Quiero que seas tú el que me lo diga mirándome a los
ojos y me expliques…
-
(…)
-
Que no. Por favor, te lo suplico, no me hagas
esto. No me lo merezco. Espera cinco minutos, dame sólo cinco minutos más. No te
estoy pidiendo tanto. Estoy en el tren, te lo juro, voy de camino. Tienes que
estar viendo el tren ahora mismo…
Pero era mentira que estuviésemos llegando a su destino que
era Atocha, pues acabábamos de dejar atrás Cuatro Vientos y, si nos
poníamos escrupulosos, desde cualquier
edificio, piso, habitáculo y baldosa de Atocha era prácticamente imposible ver
nuestro tren. Supuse que aquella había sido una frase sin juicio, de esas a las
que recurrimos para salir del paso o rellenar algún hueco y él, sin vacilar, se
habría apresurado a descorrer las cortinas. Probablemente si en ese mismo
instante se asomaba a la ventana para comprobar si lo que ella le decía era
cierto, estaría viendo otro cercanías diferente. Igual sí, pero al mismo tiempo diferente, con otro
desgaste, otras vidas y otras caras. Pero para él, de aquel tren al que nada lo
ataba realmente, se apearía ella, aquella chica morena de pelo rizado y más
bien corto de enormes gafas oscuras, rollo alternativo y labios rojos, a la que había intentado dejar minutos antes a
través de un mensaje de what’s up.
Desde el asiento de enfrente, de espaldas a la locomotora vi dos posibilidades igual de aceptables: o
bien no le daba la importancia suficiente para sentarse frente a ella y
soltarle a quemarropa la verdad. Que él,
al que bauticé como Eloy, ya no
la quería o ya no sentía nada por ella o nunca la había querido o nunca había
llegado a sentir nada por ella verdaderamente y que por eso había optado por un simple mensaje
abreviado para dar por concluido su idilio, o bien él se sentía incapaz de sentarse
a su lado y ver cómo se desmoronaba tal y como yo lo estaba viendo en aquel preciso
instante. Probablemente los lloros, las
súplicas, el maquillaje corrido y los mocos cada vez más fluidos y
transparentes lo habrían puesto en una situación incómoda y bastante más
difícil de manejar. Se habría visto obligado a permanecer allí con ella ocupando
un espacio y un tiempo, fabricando y formando parte de un recuerdo, de un momento que pasaría a engrosar para siempre la bitácora
memorística de ambos, bien juntos bien separados. Probablemente
habría contemplado la viabilidad de un desplome argumentativo y una marcha
atrás resignada en sus palabras no dichas pero sí escritas, pues nada causa tanto deterioro como ese “dime
qué quieres que cambie” cuando realmente no quieres que cambie nada porque te
gusta así, tal cual, pero simplemente no
sientes lo suficiente. ¿Cómo seguir adelante después de eso?
-
- - Vale, vale. Espérame. Ya llego. Hasta ahora. Adiós.
Auri, de Aurora, lo sabía y ya vaticinaba resultados. Su “adiós” era
anticipado, sin énfasis. Pareció de pronto demasiado cansada y vieja para ser
domingo. Desinflada. Fatigada. Se quitó las gafas y dejó sus ojos al
descubierto. Eran oscuros, casi negros. “Ya
te da igual que te vean, ¿verdad?”, pensé. Porque si para algo sirven las gafas de
sol en invierno es para llorar y ver sin ser vistos y ella ya no buscaba
hacerlo de espaldas. Se cruzó de brazos y piernas e inclinó cabeza y cuerpo hacia la
ventana dominada por una terrible flojera. Las ventanas siempre han
sido el mejor refugio para la tristeza. Entre la parte exterior y la
parte interior los cristaleros dejan siempre un pequeño hueco, por muy fino que sea
el vidrio, que se encarga de absorber los pensamientos. No miramos el paisaje,
ni la calle, pero tampoco escudriñamos nuestro reflejo. Nuestra lente desenfoca,
cerramos los ojos y comenzamos a mirar
con la nuca, porque todo fluye, va y viene, se mezcla, avanza y retrocede, nace
y muere, surge y desaparece en el interior de nuestra cabeza. Los aviones tienen,
sin ningún tipo de duda, las mejores ventanas para pensar porque están hechas con doble cristal y el
hueco entre ambos vidrios es mucho mayor. ¿Cuántos pensamientos saldrían
disparados de cada una de las ventanas de los miles y miles de aviones que
atraviesan el mundo en caso de accidente aéreo? ¿A dónde irían? Quién sabe. Las ventanas son las cuevas mudas
donde yace el génesis de las grandes
decisiones y de los cambios de rumbo.
Aurora pestañeaba rápido y respiraba trabajosamente. Las
lágrimas se las había ido enjugando con las mangas de su chaqueta de punto
color canela. Aletargada, cavilaba y se
llevaba las manos al pecho para tantear la zona del corazón. En cada parada su
cuerpo sufría una sacudida y ella volvía en sí para contabilizar las estaciones
que la separaban de su pandemónium particular en uno de los paneles
informativos.
-
- Disculpa la indiscreción pero, ¿quieres un
pañuelo?- dije extendiéndole un paquete de clínex mentolados aún por estrenar. -
Quédatelo si quieres. Yo tengo más.
Y ella aceptó mi ofrecimiento y mi conmiseración con una
sonrisa agradecida y al mismo tiempo sangrante. “Lo quieres,- le dije con los
ojos- ¡claro que lo quieres!, no hay más
que verte, pero soy yo la que te ve, la que te está viendo ahora mismo, una
desconocida, y no él, porque él ha preferido obviarte, borrarte, y lo ha
hecho por what’s up y tú has tenido que suplicarle una última conversación. Su-pli-car-le”.
Ella asintió turbada, jugó un rato con su teléfono y devolvió de nuevo sus ojos
al cristal.
Llegamos a su destino que también había sido el mío pero que había dejado de serlo ya. Decidí darle el lugar que él le había negado y regalarle ese momento de camaradería e intimidad
antes de la batalla. Bajaría sola, sin testigos y sin vergüenzas. “Me bajo en
la siguiente. Al fin y al cabo es domingo y voy con tiempo”, pensé. Ella respiró
profundamente buscando recomponerse apoyada ya contra una de las puertas
automáticas. Se había entretenido un rato en recoger sus pedazos y en pegarlos de
cualquier manera o, al menos, de un modo que le permitiese mantener la
compostura mientras durase la tormenta. Estábamos solas en aquel vagón de cola. Atocha daba las doce.
-
- Ahora no creo que los necesite, pero me los
guardo para luego…- dijo esbozando una ligera sonrisa mientras se volvía para mostrarme el paquete de mentolados al tiempo que se abrían las puertas. – De verdad, gracias.
Se disipó entre la marabunta de historias
que subían para más tarde descender en las siguientes estaciones que ya sí
serían las mías. Cualquiera de ellas. Dejen salir antes de entrar rezaba un pequeño
adhesivo en uno de los ventanales. La dejaron salir.
-
- De nada.