martes, 29 de enero de 2013

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La nuestra fue una historia tan secreta que se nos acostumbraron los ojos a ver a oscuras. 

Aprendimos como nadie a dibujarnos con las manos y a pintarnos de memoria.  Nos mirábamos a ciegas. Cada caricia era un trazo en el lienzo de cientos de noches a escondidas. Cada beso, la pregunta trampa sobre el lenguaje universal de los deseos y las penas.  Nuestras palabras eran colillas lanzadas a tientas rodando a sus anchas por el colchón y éste, deshilachado y roto, aguantaba el chaparrón de alientos y susurros en contacto directo con la tierra. 

Tú eras la princesa y yo el gato sin pellejo. Temí que para ti fuese un problema eso de dormir en mi destierro, en aquella intemperie de bombillas mohosas carente de sábanas. Tú te limitaste sonreír y saliste a comprar un reloj y unas cuantas velas. Aquella mugre no te importó demasiado porque la nuestra nunca fue una de esas bonitas historias que nacen para ser contadas. Al fin y al cabo, ¿qué más dan el somier y las sábanas cuando dos cuerpos reconocen que se aman?

Dime, a ti y a mí, ¿qué más nos daba si únicamente fuimos la huella de cada noche en la rompiente de la mañana? 

jueves, 24 de enero de 2013

No hay más


Escucha. Ya está. No pasa nada. No le busques más explicaciones. Nos hemos convertido en miel y arena.
No sé, es extraño. Ya no busco tu cuerpo al umbral del sueño. No te echo de menos a mi lado y hoy sólo veo  un hueco vacío donde antes dolía tu ausencia. 
Ya no te observo narcotizada durante mis vigilias. Divago más y, ¿sabes?, también he empezado a contar ovejas. Soy una insomne trashumante, traspapelada y también lisiada aunque un poco más cuerda. Y sé que a ti te pasa igual así que no te apenes.
Ya está. No hay más. Asumámoslo y salgamos a tomar el aire porque no hay culpables. El amor se nos quedó obsoleto. No tienes que darle más vueltas.
Ya sólo somos dos almas sin ritmo, descuadradas y descompuestas. Incompatibles. Dos cámaras acorazadas a la deriva en un mar de histerias. Es lo que tiene ser del mismo signo, ¿verdad? Lo que tú buscabas nunca lo tuve conmigo y tú nunca fuiste mi centro de la tierra.
Mira, ven,  ¿lo notas? Me duele tu abrazo. Fíjate, ¿ves?  Es como si ya no supiésemos besarnos.  No nos acompaña la lengua. Porque hablamos bajito y a destiempo y luego vamos recogiendo las palabras del suelo, como víctimas de guerra. Ya no encuentro tu cintura y mis manos no te recuerdan.Con cada caricia ya sólo sabemos arrancarnos la piel. Desde los balcones que daban a nuestros sueños nadie nos observa.

No hay más. Matemos esto aquí, hoy mismo.

Aquí se queda. Vamos a fumarnos un cigarro.

Parece que corre algo de brisa fuera.  

domingo, 20 de enero de 2013

La memoria de las ventanas


Tanteaba la pantalla del teléfono con la misma delicadeza con la que un bebé aporrea las teclas de un Steiway. El mensaje se le resistía y la culpa no era del traqueteo del tren. Tampoco  de la distribución de las letras. Ella parecía estar  inmersa en esa especie de atolladero mental en el que entrábamos  cuando en el colegio se nos olvidaba analizar sintácticamente una frase y no sabíamos qué palabra había que morder primero.
-          No, espera, no me cuelgues por favor…
-          (…)
-          Que no, que no. Deja de escribir porque no pienso leer más mensajes. No puedo…
-          (…)
-          No me puedes hacer esto ahora. ¿No podías haberte esperado cinco minutos? Tú mismo quisiste quedar hoy, ¿a qué viene esto ahora?
-          (…)
-          No, lo siento, no quiero leerlo. No puedo. Así no. Necesito oírlo de tu boca. Quiero que seas tú el que me lo diga mirándome a los ojos y me expliques…
-          (…)
-          Que no. Por favor, te lo suplico, no me hagas esto. No me lo merezco. Espera cinco minutos, dame sólo cinco minutos más. No te estoy pidiendo tanto. Estoy en el tren, te lo juro, voy de camino. Tienes que estar viendo el tren ahora mismo…

Pero era mentira que estuviésemos llegando a su destino que era Atocha,  pues acabábamos  de dejar atrás Cuatro Vientos y, si nos poníamos escrupulosos,  desde cualquier edificio, piso, habitáculo y baldosa de Atocha era prácticamente imposible ver nuestro tren. Supuse que aquella había sido una frase sin juicio, de esas a las que recurrimos para salir del paso o rellenar algún hueco y él, sin vacilar, se habría apresurado a descorrer las cortinas. Probablemente si en ese mismo instante se asomaba a la ventana para comprobar si lo que ella le decía era cierto, estaría viendo otro cercanías diferente. Igual  sí,  pero al mismo tiempo diferente, con otro desgaste, otras vidas y otras caras. Pero para él, de aquel tren al que nada lo ataba realmente, se apearía ella, aquella chica morena de pelo rizado y más bien corto de enormes gafas oscuras, rollo alternativo y labios rojos,  a la que había intentado dejar minutos antes a través de un mensaje de what’s up.
Desde el asiento de enfrente, de espaldas a la locomotora vi dos posibilidades igual de aceptables: o bien no le daba la importancia suficiente para sentarse frente a ella y soltarle a quemarropa la verdad. Que él,  al que bauticé como Eloy,  ya no la quería o ya no sentía nada por ella o nunca la había querido o nunca había llegado a sentir nada por ella verdaderamente y que por eso había optado por un simple mensaje abreviado para dar por concluido su idilio, o bien él se sentía incapaz de sentarse a su lado y ver cómo se desmoronaba tal y como yo lo estaba viendo en aquel preciso instante.  Probablemente los lloros, las súplicas, el maquillaje corrido y los mocos cada vez más fluidos y transparentes lo habrían puesto en una situación incómoda y bastante más difícil de manejar. Se habría visto obligado a permanecer allí con ella ocupando un espacio y un tiempo, fabricando y formando parte de un recuerdo, de un momento  que pasaría a engrosar para siempre la bitácora memorística de ambos, bien juntos bien separados.   Probablemente habría contemplado la viabilidad de un desplome argumentativo y una marcha atrás resignada en sus palabras no dichas pero sí escritas,  pues nada causa tanto deterioro como ese “dime qué quieres que cambie” cuando realmente no quieres que cambie nada porque te gusta así, tal cual, pero  simplemente no sientes lo suficiente. ¿Cómo seguir adelante después de eso?
-        
  -       -  Vale, vale. Espérame. Ya llego. Hasta ahora. Adiós.

Auri, de Aurora, lo sabía y ya vaticinaba resultados. Su “adiós” era anticipado, sin énfasis. Pareció de pronto demasiado cansada y vieja para ser domingo. Desinflada. Fatigada. Se quitó las gafas y dejó sus ojos al descubierto.  Eran oscuros, casi negros. “Ya te da igual que te vean, ¿verdad?”,  pensé. Porque si para algo sirven las gafas de sol en invierno es para llorar y ver sin ser vistos y ella ya no buscaba hacerlo de espaldas. Se cruzó de brazos y piernas e inclinó cabeza y cuerpo  hacia la ventana dominada por una terrible flojera. Las ventanas siempre han sido el mejor refugio para la tristeza. Entre la parte exterior y la parte interior los cristaleros dejan siempre un pequeño hueco, por muy fino que sea el vidrio, que se encarga de absorber los pensamientos. No miramos el paisaje, ni la calle, pero tampoco escudriñamos nuestro reflejo. Nuestra lente desenfoca, cerramos los ojos  y comenzamos a mirar con la nuca, porque todo fluye, va y viene, se mezcla, avanza y retrocede, nace y muere, surge y desaparece en el interior de nuestra cabeza. Los aviones tienen, sin ningún tipo de duda, las mejores ventanas para pensar  porque están hechas con doble cristal y el hueco entre ambos vidrios es mucho mayor. ¿Cuántos pensamientos saldrían disparados de cada una de las ventanas de los miles y miles de aviones que atraviesan el mundo en caso de accidente aéreo? ¿A dónde irían? Quién sabe. Las ventanas son las cuevas mudas donde yace el génesis de las grandes decisiones y de los cambios de rumbo.
Aurora pestañeaba rápido y respiraba trabajosamente. Las lágrimas se las había ido enjugando con las mangas de su chaqueta de punto color canela.  Aletargada, cavilaba y se llevaba las manos al pecho para tantear la zona del corazón. En cada parada su cuerpo sufría una sacudida y ella volvía en sí para contabilizar las estaciones que la separaban de su pandemónium particular en uno de los paneles informativos.
-        
             - Disculpa la indiscreción pero, ¿quieres un pañuelo?- dije extendiéndole un paquete de clínex mentolados aún por estrenar. - Quédatelo si quieres. Yo tengo más.

Y ella aceptó mi ofrecimiento y mi conmiseración con una sonrisa agradecida y al mismo tiempo sangrante. “Lo quieres,- le dije con los ojos-  ¡claro que lo quieres!, no hay más que verte, pero soy yo la que te ve, la que te está viendo ahora mismo, una desconocida,  y no él, porque  él ha preferido obviarte, borrarte, y lo ha hecho por what’s up y tú has tenido que suplicarle una última conversación. Su-pli-car-le”. Ella asintió turbada, jugó un rato con su teléfono y devolvió de nuevo sus ojos al cristal.

Llegamos a su destino que también había sido el mío pero que había dejado de serlo ya. Decidí darle el lugar que él le había negado y  regalarle ese momento de camaradería e intimidad antes de la batalla. Bajaría sola, sin testigos y sin vergüenzas. “Me bajo en la siguiente. Al fin y al cabo es domingo y voy con tiempo”, pensé. Ella respiró profundamente buscando recomponerse apoyada ya contra una de las puertas automáticas. Se había entretenido un rato en recoger sus pedazos y en pegarlos de cualquier manera o, al menos, de un modo que le permitiese mantener la compostura mientras durase la tormenta. Estábamos solas en aquel vagón de cola. Atocha daba las doce.
-          
      -  Ahora no creo que los necesite, pero me los guardo para luego…- dijo esbozando una ligera sonrisa mientras se volvía para mostrarme el paquete de mentolados al tiempo que se abrían las puertas. – De verdad, gracias.

Se disipó entre la marabunta de historias que subían para más tarde descender en las siguientes estaciones que ya sí serían las mías. Cualquiera de ellas. Dejen salir antes de entrar rezaba un pequeño adhesivo en uno de los ventanales. La dejaron salir.
-          
       - De nada.

domingo, 13 de enero de 2013

O ceo da morte

Esa lúa chea que preside os soños e alumea os ventos.
Ese lóstrego que remexe nos cantos das rochas e das lendas,
que aviva e nutre as soidades e os lamentos.
Ese axóuxere de auga salgada que esnaquiza pasado e futuro,
que volve e marcha levando e traendo area.
Eses ollos tristes da cor do mel
que choran pola escuridade, a dor e as miserias.
Mira cómo rosman os grandes deuses sobre as ondas,
cómo acordan enfiar as agullas entre das malas herbas.
Alén do mar uns ollos vellos e cansados
pídenlle ás constelacións unha chuvia de estrelas.
Na fin da vida piando baixiño,
morrendo por un anaco do ceo na terra.
 
(Esa luna llena que preside los sueños e ilumina los vientos.
Ese relámpago que remueve en los cantos de las rocas y de las leyendas,
que aviva y nutre la soledad y los lamentos.
Ese sonajero de agua salada que destroza pasado y futuro,
que viene y va llevando y trayendo arena.
Esos ojos tristes del color de la miel
que lloran por la oscuridad, el dolor y las miserias.
Mira cómo rezongan los grandes dioses sobre las olas,
cómo acuerdan enhebrar las agujas entre las malas hierbas.
Más allá del mar unos ojos viejos y cansados
le piden a las constelaciones una lluvia de estrellas.
En el fin de la vida piando bajito,
muriendo por un pedazo del cielo en la tierra.)

miércoles, 9 de enero de 2013

El piloto rojo



A ella le gustaba comparar el tono de su voz con un terrón de azúcar, solubles ambos e igual de dulces. Porque Martín poseía una voz que sonaba aún mejor diluida en agua.  A veces, sobre todo en los meses de frío,  las vibraciones desaparecían al primer contacto con el aire como el humo de un cigarrillo a punto de apagarse. Una esquirla suelta que moría en una línea horizontal y paralela al suelo. El suyo era uno de esos timbres que nacen directamente de los pulmones para desaparecer en el pecho de todo aquel que la oye como una  verdad que por no decirla se nos muere dentro.
Sus ojos no la traicionaban. Era Martín. El golpe le dio de lleno en los maxilares.

Ocurrió como siempre había visto en las películas. Volvió al momento en que se conocieron y reparó en lo poco que se había fijado en él. O nada.  La primera toma de contacto fue  huidiza, casi de manual. Presentaciones a cargo de una tercera persona que los introdujo a ambos e irremediablemente los sembró al uno en el otro elevándolos, tal vez, un poco más. Ese alguien que les brindó cierta pompa. Un nombre, el de él. Otro nombre, el de ella. Martín. Cristina. Un “¿Qué tal?” sobrio y al mismo tiempo austero suelto en el aire sin pedir ni exigir respuesta.  Dos besos. Una sonrisa mutua y cordial. Ya.

Al rato ella tratando de recordar los rasgos de él forzando una imagen que todavía manchaba de tinta.  Cuanto más concienzuda era su batalla contra la memoria más se le escapaba él obedeciendo a esa ley que dicta que las remembranzas viven a su aire y se dejan caer cuando quieren. Recordó también  haber sentido cierta vergüenza por ello. Temía no  reconocerlo en caso de volver a cruzárselo nuevamente. Cayó además en que, al principio, no había reparado nunca en que faltase o estuviese. Le daba igual.  No le importaba no verlo y, si lo veía pues, oye, muy bien. Regresó al día que le picó el gusanillo de su nombre. Aquella frase maldita, “¿pero tú lo has visto bien?” que, efectivamente, la hizo ver bien y enamorarse. Una conversación descuidada que, como un café bien amargo, le abría los ojos y las ganas. Una charla irreverente, reveladora y catastrófica al mismo tiempo pues,  a partir de  sería como un plato de ostras. Y Cris era alérgica a las ostras. Se le hinchaba la cara y el pecho se le llenaba manchas y ronchas. Él sería, aunque en ese momento todavía lo ignoraba, como una de esas ostras que hacían que se le inflamaran los párpados. Quizá la peor ostra de la historia de las ostras. Se asustó pensando en cómo aquellas seis palabras unidas de manera casual pero intencionada la habían llevado a buscarlo por un terreno vedado donde él ya paseaba abrazado a alguien,  felizmente inmerso en ese fluir intenso de energías que se desprende de los cuerpos enamorados. Y se odió todavía más al recordarlo así y verlo ahora en la misma calle asido a otra mano. Apoyado. Guiando y dejándose guiar. Amando.

Ella, que había sucumbido a él y a sus juegos, veía ahora todo aquello como una tela de araña mojada a punto de romperse en el centro. ¿Promesas? ¿Y qué importaban las promesas ahora? Las promesas se habían convertido en hilos deformes que la habían mantenido enganchada hasta ese día.  Hasta ese preciso instante en que pudo comprobar con sus propios ojos que no era ella el objeto de un” podríamos quedar” o de ese sutil y mágico “tengo ganas de verte”; tampoco de un tierno “me gustas” ni de la sensualidad de un  “me muero de ganas de besarte”. Mucho menos de ese “te quiero” odioso que le era ahora tan ajeno y tanto se le había resistido. Ahora lo sabía.

Pues allí estaba Cris, de Cristina, al otro lado de la plaza, a la vista de todos y de nadie, a la vista de ella misma, con el piloto rojo encendido, deseando sobre todas las cosas ser esa otra que no era otra porque la otra era ella, Cris, y no Nuria, la dueña de la mano asida, y deseando a la vez no serlo, para tener plena libertad de maldecirlo también a él, a Martín, sin ningún tipo de tapujo ni reparo. Odiar sin culpas a aquel chico a todas luces hombre de mirada nostálgica y con una fuerte tendencia a la melancolía y a la mentira. Ahora lo sabía. Aquella mueca risueña hecha para la serenidad y el acune. Para la calma y el desarme. Por lo visto también para el embuste. Aquellos ojos de niño errante que ya no lo era porque paseaban de la mano de otra que no era otra porque la otra era ella, la chica a la que un puñado de ostras le habían perforado estómago, alma y gaznate.

Y regresó de nuevo el día en que lo vio por primera vez aunque sólo fuese  para volver a olvidar su cara y se odió por dentro por recordarlo tanto y dejarse llevar por seis  simples palabras y le dolió el pecho y la lengua se le puso azul y después nácar y cruzó la calle sin mirar ni ver y se oyó un ruido seco como el de un quebrar de huesos ...
Se despidió del asfalto con un beso en una última muestra de amor despistada. Saboreó alquitrán duro sin darse cuenta de cómo sus zapatos, aún tibios, rodaban en estado de anarquía por el suelo de la plaza.

La vieron inmóvil y paralela al cielo. La vieron helada.