jueves, 28 de junio de 2012

Ainhoa siempre quiso ser domingo


Ainhoa siempre había soñado con ser grande.
 Por las noches, al compás de la música y de los gritos, se imaginaba cantando en un escenario del tamaño de un campo de fútbol. Su canción, sin ningún tipo de duda, desbancaría a los grandes astros de la melodía cual CD al vinilo. En todos los conciertos millones de personas corearían su nombre hasta el cansancio. Entonces, como vislumbrada entre tinieblas, emergería exultante y más luminosa que nunca para saciar aquella sed colectiva. ¡Y cómo la aplaudirían!  
De vez en cuando, sobre todo durante las vacaciones, también se aliaba con la luna para ser premio Nobel de la Paz o la doctora desconocida que erradicaría el hambre en África en un arrebato de lucidez “in extremis”.  Y no era culpa suya. Desde niña la habían enseñado que la grandeza, en sí misma, era la única meta. Nadie reparó en que había nacido un jueves de verano y estaba predestinada, por tanto, a ocupar siempre el término medio en todos los varemos. Ella sí. A Ainhoa le hubiese encantado nacer un domingo. Los domingos son soleados cuando uno se despierta a mediodía. Los domingos juegan a ser sábados sin ser lunes. Son creciente y ocaso. Preludio del comienzo de una nueva semana o de una semana nueva. Esperanza. Buen rollo. Los domingos serían alguien importante en la personificación de una gran estirpe semanal. - ¿ Y tú quién eres? - Yo soy Domingo. Mola.
Ainhoa era de esas niñas que jugaban a ser narradoras omniscientes y protagónicas al mismo tiempo. Fuese como fuese la historia, ella siempre tenía la certeza de que iba a ser la heroína. Por algo disponía de todos los puntos de vista.  No se le escapaba detalle. Contraía matrimonio cada dos por tres con almohadas, escobas y osos de peluches. Ella era así. Derrochadora de amor eterno e incondicional con lo cotidiano. Aunque, eso sí, rápidamente y si la narración lo requería, pasaba a ponerse en los zapatos de una luchadora en pro de los derechos de los dromedarios o de las culebras del río Óbrigo: fuerte, independiente y, sobre todas las cosas, soltera. Porque una chica así no podría tirar de nadie o, seguramente, no tendría tiempo suficiente para ello entre beduinos ladrones de camellos y súper osos cazadores de serpientes.
Cada vez que llegaba el verano, Ainhoa se sentaba en el alfeizar de la ventana de su cuarto para hablar de tú a tú con miles y miles de puntos rebeldes y amarillos. De vez en cuando le contestaban de mala gana y ella les lanzaba palillos planos para que se limpiasen los dientes. Ciertamente, eran un poco puercos aquellos puntos.
Pero Ainhoa no se lo tenía en cuenta porque también había soñado con ser veterinaria. Cuando nadie la veía era de las que encerraba a las palomas alirrotas en jaulas hechas con cajas y cuerdas hasta que sus heridas sanaban. Luego las dejaba ir. Una vez tuvo un hospital de palomas en el que también había un gato negro con conjuntivitis. El único problema era que Ainhoa también era de las que lloraba cuando los animalitos huían asustados de un hábitat (habitáculo) que para ellos no era de confianza o, en su defecto, no gozaba de unas condiciones sanitarias óptimas para una correcta curación.
En silencio también se convirtió en presidenta honorífica de una ONG. Una vez, a escondidas de su madre, Ainhoa cogió un bizcocho calentito y una botella de agua y los tiró directamente al contenedor de la basura. En la tele había visto a unos niños rebuscando entre montones de desperdicios sólo para hallar un mísero mendrugo de pan que llevarse a la boca. Seguramente- pensó- a ellos les vendrá mejor que a mí. Al día siguiente, por primera vez, vio contenta las noticias mientras desayunaba un colacao con dos rebanadas de pan duro.
Ainhoa fue feliz, si, al menos durante un tiempo, aún a sabiendas de que el jueves nunca tendrá la satisfacción de ser inicio ni el desasosiego de ser fin.  Supo siempre que, lo que quedaba por venir ya estaba escrito en una tabla de madera al fondo de un taller que ya no existe. Debería buscarlo justo al lado de unos baños embadurnados en serrín, allí, junto a un ojo de pez oculto tras las hojas de un viejo calendario de mil novecientos ochenta y tantos. 
Ainhoa fue veterinaria, doctora y jueves. Ainhoa muchos días fue también cantante, escritora y salvadora de serpientes. 


Descendente miércoles, ascendente viernes.

miércoles, 27 de junio de 2012

Yiyo ahora es una planta de perejil


Cada vez le costaba más respirar con normalidad.
 El aire pasaba entre sus dientes con ese sonido del que se ahoga y busca que sus incisivos filtren un poco de oxígeno que abra las vías y ensanche los pulmones.

Había un ambiente de bochorno difícil de soportar incluso para los cerdos que ya procuraban embarrarse con más frecuencia. El césped estaba completamente seco.

Lo había visto venir de lejos y por el menudeo de sus pasos, cada vez más pausados y torpes, apuntaba más cansancio moral que físico. Era indecente. Una herida abierta atravesaba su espalda de adelante a atrás. Su pequeño cuerpo se había abandonado ya, hacía mucho, a la resignación de una muerte lenta y vergonzosa. Aún con vida, comenzaba a convertirse en alimento para las moscas verdes, esas que, como los buitres o las hienas pero con alas transparentes, aguardan ansiosas el banquete de la decrepitud y del declive de la vida. Ciclo vital lo llaman. Yo me muero. Tú me comes. Así ha sido siempre. Sin embargo, ser testigo directo de estas inclemencias biológicas no es ético ni moral. Dudo mucho que tenga ni una pizca de dignidad algo tan sumamente atroz.  

No tuvo una mano fuerte con la que espantar a sus aves carroñeras y su envoltorio pinchudo no había servido de nada. El hachazo era mortal.  Se dejó caer bajo el hórreo (o canastro, que me gusta más)  junto a un par de plantas de perejil de hoja pequeña, el más aromático. Derramé un poco de agua tibia sobre su  lomo para espantar a los insectos y aliviar unos dolores que seguramente habían desaparecido mucho antes. Encogió sus púas como vistiéndose el traje de los domingos para cuadrar mejor en la caja mortuoria y se fue de lado hacia el suelo cerrando los ojos y abriendo sus diminutos dedos en favor del "rigor mortis".

Allí fue donde decidí darle sepultura. Bajo aquel granero de piedra antigua, grabé con tiza su nombre para que la naturaleza no olvidase que en aquel preciso enclave se había desplomado el cuerpo inerte de Yiyo. Con mi conmiseración y la del mundo. Sin compasión y sin clemencia.

 Nunca fue tan dolorosa y cruel la muerte de un erizo.

miércoles, 20 de junio de 2012

Esferas celestes y años luz


Abrió los ojos cuando aún asomaba la luz de la luna a través de las rendijas de las persianas. Su boca podría ser, a aquellas horas, un ejemplo claro de locura y desenfreno. Hundió su cabeza en la cuenca que formaban sus brazos bajo la almohada buscando la parte más profunda de la geosfera física. Tal vez también la humana.
Como un pequeño que lucha contra la afrenta paterna se removió entre las sábanas para evitar darse de bruces contra una realidad que se presumía, al menos en parte, bastante funesta.

La madrugada adolecía de frescura y hambre. El alba amenazaba, siempre impertinente e indiscreto, con poner al descubierto lo que una noche de lumbre, agua de flores y claras de huevo había unido. Por fin, haciendo acopio de una bravura a la vez cobarde, decidió poner fin a una noche de fantasmas. Al atravesar el fulgor la vio dormida a su lado, boca abajo, como dispuesta en una alineación cósmica entre planetas, estrellas y médulas óseas. Como una  metástasis de pólvora, fuegos de artificio y terminaciones nerviosas.

  Las telas que cubrían su cuerpo hicieron un flaco favor a su imaginación. Ciertamente, era bella. Tenía delicadeza y exquisitez en sus formas. Poseía candidez en su respirar y desprendía una ternura extrema en su manera de ocultar parcialmente el rostro con la mano. Era como si deliberadamente decidiese dejar claro su pudor al cosmos aún estando dormida.

Optó por no despertarla y que en su nombre hablasen los despertadores de ciudad y las bocinas de los coches. Así, junto a ella, aprovechándose de aquel cómputo de casualidades y veleidades nocturnas, decidió contemplarla durante horas hasta que la presión ejercida rompiese aquella pompa de jabón en la que se había convertido aquel cuarto de ambiente enrarecido. Áspero. Tosco...

lunes, 11 de junio de 2012

Sinapsis fallida

...solías desviar la mirada del lienzo para deslizar tu curiosidad indecorosa por cada centímetro cuadrado de su piel. Sabías que, en cierto modo, ella te permitía hacerlo. Su tez era pálida y con un aspecto tan frágil que invitaba a acariciarla de lejos y para siempre. Sus manos dejaban ver la sangre gélida de la soberana de la Antártida profunda. Sus ojos marinos avivaban la chispa de las guerras entre civilizaciones. Su cabello rojizo alimentaba todos y cada uno de los años que habías estado esperándola en la penumbra.

La soñaste ahí desde que tu voz te martilleó las sienes de forma distinta. La descubriste mujer cuando tus sentidos afloraron con fuerza desde lo más íntimo. La deseaste ferozmente desde que equiparó su belleza a la de una ninfa de los bosques. Ahora yacía allí, esperando que tu excelencia acariciase y diese forma a cada tramo de su cuerpo con un pequeño manojo de pelo de marta. Buscando que tu destreza fuese capaz de mostrar al mundo la feminidad a ojos de un adolescente recio y de voz tortuosa. La gama de colores era limitada....

...luscofusco en un horizonte platino.

A lo lejos el viento erizaba el cabello de las ranas. Ronronearon los gatos aquella noche. Cuchichearon los gallos por la mañana.