domingo, 13 de mayo de 2012

Aves de invierno


Habían sido un otoño y un invierno de pocas lluvias. Los lugareños contaban henchidos que no recordaban otro igual. “Años ha- decían-  tal vez alguno parecido, pero ninguno como éste”. 
La sequía se rompió precisamente a una semana de terminar el año. Fueron siete días y siete noches de lluvias torrenciales. Semejaba que se iba a terminar el mundo.

 Tardaron tres días en dar con ella.

Las bajas temperaturas del mes de diciembre habían provocado que el embalse de Ciegos se helase parcialmente dejando a la vista vastas capas de escarcha que ni siquiera soportaban el peso de las pequeñas aves de invierno. Los colirrojos picoteaban las frías placas de agua ansiosos por devorar los incautos insectos solidificados por los termómetros bajo cero. A lo lejos, desde las colinas, las moscas verdes brillaban como aljófares aún por descubrir.

Ella estaba boca abajo con la espalda pegada a la capa de cristal difuso. El relente había teñido de azul una piel antes blanca como la nieve de las cumbres. Sus labios, antes rosáceos, ahora eran negros como la noche. Del agua apenas emergía una pequeña parte de su cabello cobrizo. La piel de sus dedos, arrugada y mustia, comenzaba a desprenderse. Los caracoles de su pelo se habían difuminado con el vaivén de las corrientes y parecían ahora lánguidas tiras de hilo fino. 

Localizaron su cadena a pocos metros. Era una diminuta efigie de la Virgen tallada en oro blanco con los bordes dorados. Detrás, junto a su nombre y su fecha de nacimento, rezaba la siguiente frase: “Que la fe guíe siempre tus pasos”. Casualidades.


 Aquel 29 de diciembre Meli, de Amelia, cumpliría veintiséis años.
Aunque eso lo supe después...

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