Habían sido un otoño y un invierno
de pocas lluvias. Los lugareños contaban henchidos que no recordaban otro igual.
“Años ha- decían- tal vez alguno
parecido, pero ninguno como éste”.
La sequía
se rompió precisamente a una semana de terminar el año. Fueron siete días y
siete noches de lluvias torrenciales. Semejaba que se iba a terminar el mundo.
Tardaron tres días en dar con ella.
Las bajas temperaturas del mes de
diciembre habían provocado que el embalse de Ciegos se helase parcialmente
dejando a la vista vastas capas de escarcha que ni siquiera soportaban el peso
de las pequeñas aves de invierno. Los colirrojos picoteaban las frías placas de
agua ansiosos por devorar los incautos insectos solidificados por los
termómetros bajo cero. A lo lejos, desde las colinas, las moscas verdes
brillaban como aljófares aún por descubrir.
Ella estaba boca abajo con la
espalda pegada a la capa de cristal difuso. El relente había teñido de azul una
piel antes blanca como la nieve de las cumbres. Sus labios, antes rosáceos,
ahora eran negros como la noche. Del agua apenas emergía una pequeña parte de su cabello cobrizo. La piel de sus dedos, arrugada y mustia, comenzaba a desprenderse. Los caracoles de su pelo se habían difuminado con el vaivén de las corrientes y parecían ahora lánguidas tiras de hilo fino.
Localizaron su cadena a pocos
metros. Era una diminuta efigie de la Virgen tallada en oro blanco con los
bordes dorados. Detrás, junto a su nombre y su fecha de nacimento, rezaba la siguiente frase: “Que la
fe guíe siempre tus pasos”. Casualidades.
Aquel 29 de diciembre Meli, de Amelia,
cumpliría veintiséis años.
Aunque eso lo supe después...
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