Entraste a quemarropa dejando a tu paso pequeños charcos en el piso de
tierra. Estabas calado hasta la piel, hasta los huesos. Ignorabas que yo ya estaba dentro. Sin
dilaciones te deshiciste de aquellas prendas que amenazaban la compostura de tus
defensas. Una a una. Yo aguardé a la penúltima para hacerme notar. Quería darme
el lujo y el disfrute de ese coto de poder que nos da el desconocimiento y lo
absurdo aunque sin dilapidar tus pudores. Me sentí como el león que observa fijamente
a su presa entre la maleza, atento y mudo, a la espera del momento justo para hincar
los colmillos en la carne caliente. Así, del mismo modo estaba yo pero en la
penumbra, iluminada solamente por el cruce de luces que sorteaba los cristales
rotos de dos viejos ventanales.
Sigilosa e insegura me acerqué a tu espalda para envolverte
con una vieja manta cubierta de polvo de maíz. Estornudaste una vez. Era tu
alergia que me saludaba de nuevas y entre dientes. No hubo sobresaltos, tampoco preguntas. Simplemente te abandonaste sin voltear al cobijo y al abrazo de un cuerpo extraño. En un gesto que en ese momento me pareció de una ternura infinita inclinaste levemente la cabeza hacia atrás y cerraste los ojos. Temblabas como un
cachorro que acaba de caer de pie en un mundo de gigantes….
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